DUERMO MUCHO: EN PRIMERA PERSONA
EN PRIMERA PERSONA
Hace unos días tuve la oportunidad, y el placer, de asistir a una mesa de debate llamada “La Salud Mental en la Región de Murcia”, la organizaba Marea Blanca Región de Murcia, representada por Pilar Balanza, psicóloga clínica, y participó mi amigo Silver (Silvestre Martínez), excelente psiquiatra, representando a la AEN; Delia Topham, presidenta de la Federación de Asociaciones de Salud Mental, luchadora infatigable en la defensa de los derechos de los enfermos mentales de la región desde hace varias décadas; Amanda Martínez, representante de la Fundación RAIS y Esperanza Parra, representando a la Asociación en Primera Persona ECOS.
La intervención de muchas personas desde el auditorio enriqueció significativamente el debate, hablaron mucho y bien varios “enfermos” mentales, casi todos vinculados a asociaciones en primera persona como “En el Límite”, “Barlovento” ubicada en la ciudad de Cartagena y “ECOS”. Apenas había oído hablar de este tipo de asociaciones, y fue una gratísima sorpresa escucharles, su nivel de oratoria y el contenido de sus intervenciones fue casi lo más enriquecedor de la reunión, que tuvo un alto nivel en su conjunto. Al final, como no puede ser de otra manera, Delia , un beso para ti desde aquí, en su línea de "mosca cojonera" allá donde va, consiguió que los políticos allí presentes se comprometieran en el utópico empeño de conseguir un consenso para que mejore la dotación presupuestaria destinada a la asistencia de los enfermos mentales. Hubo coincidencia en que la porción del pastel de los dineros públicos para la prevención y tratamiento de las patologías mentales es, a día de hoy, paupérrimo y fácilmente corregible. Está meridianamente claro que “El que no llora no mama” y es de justicia que las personas con problemas psiquiátricos, prefiero no llamarles enfermos, estén mejor atendidos por la sanidad pública.
He encontrado en internet, en la WEB de la asociación Barlovento, mencionada más arriba, un texto que me ha impresionado y que expongo literalmente a continuación:
Una poeta desde el manicomio
Grafitti from Jef Aerosol at the Robert Musil Museum in Klagenfurt: Christine Lavant
“¿Será posible que, tras semanas aquí, vuelva a tener ganas o valor para reír?”, se preguntó la que acabaría siendo una de las poetas austriacas más importantes del siglo XX (premio estatal de literatura de Austria en 1970). La duda le surgió al convivir cada día con el sufrimiento, con el delirio, con la desesperanza, con las camisas de fuerza: a una interna le fuerzan a alimentarse con un tubo en la nariz, a otra le inmovilizaron en la cama, la mayoría –la Reina, la Crucificada, la Condesa, la Mujer del Comandante…– pasaban encerradas sus días sin solución.
Pobre no, mísera, y mujer, y poeta: nada de su parte. Christine Lavant (1915-1973) entró de forma voluntaria con 20 años en el Hospital Psiquiátrico de Klagenfurt, en 1935. ¿Pero, se puede entrar de forma voluntaria en un psiquiátrico cuando la sociedad te ha dejado al margen y has intentado suicidarte? Fueron seis semanas de las que surgieron casi once años después sus Notas desde un manicomio, que ahora Errata Naturae publica por primera vez en español –y no deja de ser llamativo, por otra parte, que sea ésta, precisamente, la primera de sus obras traducidas, como si la locura nos trajera un poco de luz.
Lavant no era su apellido, que en realidad fue Thonhauser, sino que lo tomó prestado como seudónimo del nombre del río que cruzaba el valle de Austria donde nació. Borrar el apellido fue, como la escritura, un modo más de huir del fatalismo social al que le abocaba el haber nacido en el seno de una familia minera en la que ella era la novena hija. Su futuro pasaba por buscarse un novio, casarse, malvivir como costurera, tal vez, con suerte, convertirse en sirvienta. Sin embargo, escogió un seudónimo: la escritura como voluntad de supervivencia.
En ese sentido, Christine Lavant ingresó en el psiquiátrico con sus cuadernos. Seguramente fue con lo que trabajó posteriormente la escritura de sus Notas desde un manicomio. El resultado son apenas unas pocas páginas publicadas de forma póstuma por primera vez en 2001. ¡Pero qué páginas! Las anotaciones no tienen fecha, no hay un orden, saltan de una a otra solo impulsadas por la desbordante necesidad de dejar testimonio de que “somos capaces de todo menos de reunir un gramo de auténtico amor”. Es un texto duro que nos deja frente a altas cuotas de dolor, “aquí se elevan -llega a decir al describir las crisis de sus compañeras- hasta el infinito montañas de sufrimiento”.
De Christine Lavant hay algunas fotografías. En ellas, sus ojos transmiten dolor. Son grandes –o así lo parecen en un rostro delgado y anguloso, marcado por las enfermedades–, y tienen la desnudez propia de los pobres y desposeídos, la de aquellos que parecen estar siempre a punto de traspasar esa línea de la que ya no hay retorno posible. Christine Lavant podía estar desesperada; pero mantuvo la lucidez: “Mientras que aquí se me considere una invitada de paso y que yo misma me sienta como tal, no habré traspasado la última frontera”. No la traspasó. Se refugió en la escritura; lo hizo a pesar de que el psiquiatra forense la ridiculizara y despreciara porque ella era pobre, era fea, inculta, un ser carente de poesía. “Tiene que buscarse un novio”, le reprende así por su vocación literaria cuando debiera, mejor, buscar un “trabajo honrado”, como toca a los pobres. Y eso era algo que en el momento nadie se cuestionaba. “Cuando el médico te haga entrar en razón- le dijo en una de las revisiones-, pasado uno o dos años, te alegrarás si consigues que una señora te adiestre para hacer las faenas domésticas”.
Pero Christine Lavant desconfía del sistema: el del psiquiátrico no deja de ser un reflejo del orden establecido afuera. Ni entre locas, logra dejar de lado el determinismo social que impera. “¿Qué esperaba? –se preguntó once años después– ¿Curarme?¿Pensaba realmente que cierta cantidad de arsénico tomada con regularidad daría sentido a mi vida?”. Desde luego que no fue nada de eso lo que dio algo de sentido a su atormentada vida. Fue la literatura, y escribir, siempre escribir, aunque fuera con “palabras corrientes, cuando, en realidad –dice al referirse a sus anotaciones– debería romper las paredes piedra a piedra y lanzarlas contra el cielo”. Ahí está: la escritura como rebelión.
Ahora comparto un texto que me ha llegado por whatsapp que me ha parecido extraordinario, escrito por un “loco”, dicho sea con todo el cariño y admiración.
“Los locos no son asesinos”
Oigo una y otra vez como nos llamáis asesinos, peligrosos, violentos, a los mal llamados enfermos mentales (no creo en los diagnósticos), extendiendo esa idea a todos nosotros, cuando son una pequeña y ridícula minoría. Sí que habrá locos violentos igual que hay entre los que supuestamente están cuerdos; la mayoría de violadores y asesinos no están diagnosticados de ninguna enfermedad mental (mirar estadísticas).
Recordad que los llamados locos aman y sueñan y saben querer y cuidar y respetar y consolar y reír y compartir y apreciar y luchamos cada día con nuestros miedos y por superar grandísimos dolores que vienen del alma y tenemos muchos compañeros que se fueron por no soportar más. A enloquecer se llega después de muchísimo dolor, después de arrastrar muchas noches de insomnio y desengaños y muchos golpes en el corazón, habría que rastrear la vida del llamado enfermo mental para analizar qué sufrimiento tan grande le ha hecho pasar al otro lado, la locura.
No penséis que el loco es un objeto que ni siente ni padece sino que el loco huye del mundo compartido mentalmente porque no puede soportar más el peso de éste. No caigáis en el error de pensar que el loco no sufre; la locura es muy dolorosa y el loco NO NACE sino que lo crea este mundo terrible y absolutamente, este sí, enfermo. Así que menos cuestionar a los llamados enfermos mentales y achacarles violencias y cosas terribles y pedir más responsabilidad a esta sociedad estructuralmente desquiciada.
Y ahora, comparto el artículo de María Manonelles aparecido en El País en mayo de 2019. María explica con crudeza, veracidad y con un estilo pulido, sus vivencias en su particular encierro. Se autodefine como loca, pero, su lucidez queda patente, yo diría, simplemente, que era una chica con problemas.
Petrus Rypff
TENGO 22 AÑOS Y ESTA ES
MI EXPERIENCIA INGRESADA DURANTE
UN MES EN UN PSIQUIÁTRICO
Me
sentaba fatal que trataran de animarme diciendo: "¡Si tienes toda la vida
por delante!"
Una de las ilustraciones que hice en el psiquiátrico
MARIA
MANONELLES 11 MAY 2019
Todavía no he escuchado a ningún especialista llamar por su nombre a lo
que me ocurre. Como si el hecho de no mencionarlo me mantuviera a salvo. Sí que
lo he leído en algún informe: tengo un trastorno ansio-depresivo y otro mixto
de la personalidad, lo que me provocó una depresión grave y me llevó un mes al
psiquiátrico. Otra palabra, "psiquiátrico", que por cierto nadie ha
pronunciado en mi presencia, como si el hecho de no mencionarlo lo convirtiera
en un lugar más habitable. Pero vayamos al principio de esta historia.
En la secundaria sufrí bullying escolar. Yo era la gótica del instituto.
Empezaron llamándome "¡gótica!" con voz de asco. Hasta ahí, no estaba
tan mal. Pero luego empezaron los insultos reales, las bolas de papel, las
burlas, los empujones, las tortas, las risas, la basura, más risas, las
piedras.
Dejé de mirar a la gente a la cara. Acabas creándote una coraza de
indiferencia y desinformación. Un día en el patio un chaval vino a decirme que
le gustaban mis botas. Creía que era de la pandilla de los que se burlaban de
mí, que para mí eran todos, porque, insisto, ya no les miraba a la cara. Le contesté
que más le iban a gustar estampadas contra su rostro. Volvió asustado con sus
amigos, pero me lo había dicho de verdad. "Pero, ¿qué le he hecho yo para
que me hable así?", lamentaba. Le estaba devolviendo lo que me habían
dado. Y me había equivocado.
Entre los 15 y los 16 años, comencé a identificar síntomas de ansiedad,
sobre todo social. Me costaba mucho relacionarme con personas desconocidas y
estar rodeada de más de tres me consumía mucha energía. En mi entorno eché en
falta el respaldo necesario. Había quien me decía que solamente buscaba
atención. Obviamente, la necesitaba, estaba pidiendo ayuda, pero estas
respuestas hicieron que me saboteara a mí misma.
Por suerte, sí encontré apoyo en mi madre. "María, ¡claro que no es justo lo que te hacen!", me decía. Y
continuaba: "Pero ¿qué vas a hacer?
¿Quieres dejar de ser tú o seguir siendo tú misma?". "¡Yo quiero ser yo!", contestaba
llorando mocos por la nariz. Pero, de algún modo, ser yo ya se había convertido
en algo malo. El estigma me había ganado.
Mi madre me animó a visitar al médico. Pero claro, en la consulta no fui
capaz de explicar nada más que mi miedo a las aglomeraciones de gente. Obtuve
un diagnóstico (equivocado) de agorafobia y una terapia inadecuada.
Sencillamente, no comprendía bien lo que me ocurría, de modo que era imposible
que acertara con las palabras para definirlo.
La siguiente escena nos lleva hasta Barcelona, adonde me marché desde
Ibiza, donde nací en 1996, a una escuela de ilustración. El primer año fue la
monda, porque estaba haciendo lo que me gustaba, era yo, en otro sitio, lejos
de quien me había hecho daño. Pero el segundo, me di cuenta de que arrastraba
las repercusiones psicológicas de mi pasado. Había días en que intentaba ser
feliz, pero en otros era completamente imposible.
Mi ritmo de vida tampoco ayudaba mucho. Estudiaba ilustración mientras
trabajaba a jornada completa. Salía de casa a las siete de la mañana y no
volvía hasta las nueve de la noche, sin tiempo para comer. Y dedicaba las
últimas horas del día a mi proyecto final. Se trataba de una animación de un
minuto sobre mis sueños recurrentes: inundaciones, perderme en el metro a
oscuras, edificios abandonados con escaleras laberínticas... Al ser una
producción manual, me había impuesto un ritmo de 100 dibujos diarios para
terminar a tiempo. Solo faltaba un mes para la entrega, el último paso para
obtener mi título de ilustradora, pero ya no pude más.
Al
psiquiátrico
Entonces escuché la famosa frase: ¿“Qué
te parecería pasar tres días ingresada”? A una unidad de psiquiatría
pública no entras si el tema no es realmente chungo y si no te encuentras en
una de estas tres razones fundamentalmente: has perdido la noción de la
realidad, supones un riesgo para los demás o supones un riesgo para ti misma.
En mi caso era la última.
Con el paso del tiempo, mi actual psiquiatra, que es una crack, me dijo
que aquella era una pregunta trampa, que esos "tres días" eran
absolutamente improbables, que siempre es más tiempo. Al final, a mis veinte
años, pasé un mes en el psiquiátrico del Hospital del Mar de Barcelona.
El psiquiatra de urgencias me dijo: "Tranquila, serás la que esté mejor de la unidad". Ah, bueno. Pulsera. Sigue a mi compañero el
doctor Nosequé. Pasillos. Ascensores secundarios. Llaves. Puertas. Llaves.
Pasillo de "la unidad psiquiátrica". "Estas son las enfermeras Nosequién y Nosecuál". "Hola, ¿cómo te llamas? Danos el bolso.
¿Puedes quitarte el pañuelo, colgante, pendientes, cinturones, cintas, cuerdas
de cualquier tipo...”? Un pijama azul muy grande. Gente gritando. Esto es
el puto psiquiátrico. Si esta descripción suena tal y como te imaginabas un
psiquiátrico, es porque era un psiquiátrico.
Lo primero, me quedé tiesa esperando instrucciones de alguna enfermera
malvada. Pero antes pasaron por el pasillo dos locos (no lo digo en plan
despectivo, porque yo también estaba loca, aún lo estoy y lo seguiré estando),
que me preguntaron: "¿Eres nueva?".
Les dije que sí, y ellos respondieron: "Nos vamos a comer pipas mirando a la playa, ¿te vienes?". El
Hospital del Mar tiene unas vistas muy guapas desde la octava planta.
Así empezó mi mes en el psiquiátrico. No había enfermeras ni psiquiatras
malvadas, pero sí muchísimo tiempo libre. No faltaban actividades, claro que
siempre organizadas desde el colectivo zumbao, no por los médicos. Nos
levantábamos a las ocho, tomábamos pastillas, desayunábamos (era la única
comida comestible del día), esperábamos en la sala común para hablar un rato
con nuestro psiquiatra (un rato que invariablemente me parecía demasiado poco),
engullíamos pipas mirando el mar, pintábamos mandalas, jugábamos al dominó
hasta la hora de comer, nos tomábamos más pastillas, esperábamos las dos horas
de las visitas externas (a mí me las quitaron) y, si teníamos permisos (también
me los quitaron), salíamos fuera con ellos. Cenábamos, si se le podía llamar
así, y podíamos quedarnos despiertos hasta las once, que es cuando te daban las
últimas pastillas con un zumo, quizás para endulzar la impresión de haber
ingerido 12 pastillas en un solo día.
En cuanto al paisanaje, yo no era ni de lejos la única chica joven de la
unidad. El psiquiátrico es como la vida real, sólo que con mucho menos espacio
vital. A los otros pacientes los veía bien, con un poco de astigmatismo, pero
bien. Convivir con gente tan distinta en un espacio tan pequeño enseña mucha
tolerancia. Y también sirve para hacer buenas amigas.
Recuerdo con mucho amor los ratos que pasaba con Emma, una chica joven.
Fue la revolución del psiquiátrico: lo animó todo, al menos para mí. Me hacía
peinados superbonitos, venía a escondidas a mi cuarto con ropa suya para
conjuntarla con la mía, me maquillaba y me dejaba fantástica. Escuchábamos
música juntas y nos lo pasábamos bien en un entorno más bien negativo. Siempre
me sorprendían su fuerza y su actitud increíbles.
Pero claro, no todo son perlas. A mi juicio, en el psiquiátrico había
una ratio elevadísima de pacientes. Ojalá los trabajadores dispusieran de los
medios necesarios para una atención en condiciones, que era bastante desigual
de unos a otros. Había un auxiliar de enfermería muy majo, que incluso nos
trataba como gente normal, fíjate. Pero había otros que transmitían
condescendencia. Cuando le dije entre lágrimas a una trabajadora que me sentía
especialmente mal, ella me respondió: "Pero
mujer, ¡no estés triste! Si eres muy joven, ¡tienes toda una vida por delante!".
Pero es que ese era precisamente mi problema. Es lo último que deberías decir a
una depresiva grave-grave...
Tampoco era plenamente consciente de lo que me ocurría. Entiendo que
habrá razones importantes para que la información se nos administre con
cautela. Por ejemplo, que no nos encasillemos en ciertas definiciones que
suenen a sentencia. Pero disponer de información, desde mi experiencia, también
nos permite saber que alguien nos ha escuchado. Que lo que hacían conmigo lo
hacían por algo. Que esto le pasa a más gente. Que no estaba sola. Es necesario
un mejor equilibrio entre la información que necesita el paciente y la que se
reserva a la familia.
Sea como sea, en ese tiempo no llevé a cabo el objetivo que me había
llevado a urgencias, que es lo importante. Y otra cosa casi igual de
importante: ¡Salí de ahí con un diagnóstico! Era algo completamente nuevo para
mí. No me lo dijeron de palabra —prefirieron comunicárselo a mis padres en
privado—, pero después de un mes encerrada, sin saber muy bien por qué, hasta
cuándo, ni cómo, leer lo que me ocurría me proporcionó un alivio enorme.
Obviamente, en el psiquiátrico no seguí con mi ritmo de 100 dibujos
diarios para terminar mi proyecto de ilustración. Es más, allí no podía tener
sacapuntas, lo que me obligaba a pedir a los enfermeros, encerrados en sus
despachos, que por favor sacaran punta a mi lápiz cada vez que se acababa.
Pero, aun con esas limitaciones, dibujaba a los pacientes, las visitas, la
unidad y las cosas que soñaba por las noches.
Después de mi mes de estancia en el psiquiátrico, regresé a mi casa.
Robé el pijama del psiquiátrico porque cuando me fui aún no estaba curada. Y lo
seguí llevando en casa hasta que sentí que había mejorado. Eso sí, eso no
significa que esté totalmente bien. Ojalá no tenga que convivir con esto toda
la vida, aunque me temo que nunca me lo quitaré del todo.
Cada persona es un mundo y llegar a una solución adecuada cuesta una
barbaridad. Yo aún sigo trabajando en la búsqueda de herramientas para llevar
mi condición de la mejor manera posible. Hasta el momento, me han recetado una
combinación de pastillas que me hace sentir bien. Y también he descubierto que
necesito independencia. ¡La soledad me genera un bienestar tremendo! También he
encontrado a la mejor doctora del barrio. Se ríe mucho, le quita hierro al
asunto, me habla sin compadecerse y salgo renovada de sus sesiones. ¡Y tiene un
dibujo mío colgado en su consulta! ¡Como los pediatras con los niños!
En general, sería bueno que
revisásemos nuestras posiciones y principios. Me costó mucho aceptar que estaba
loca. Y demasiadas personas me hicieron sentir mal por algo que no controlo.
Por suerte, también me rodeaba de gente con un poco de cabeza, y me ayudaron
para entender que tener tres o cuatro trastornos mentales no es culpa mía. Es
duro decirlo, pero he aprendido que la vida no es tan buena como la pintan.
Porque nos la pintan con una salud mental que se da por supuesta y que, incluso
cuando la tienes, tampoco garantiza un bienestar estable. Todo es bastante más
complicado de lo que parece.
Fragmento de Alguien voló sobre el nido del cuco
Tribute a Basaglia
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