HECHA AÑICOS (I y II)
Tras atiborrarla a tratamiento sintomático para la tos y la fiebre y
ante la persistencia de su malestar, el médico de primaria decidió enviarla a
urgencias del hospital. En el área de urgencias, acompañada por su novio
permaneció largas horas, a la espera de analíticas, radiografías, toma de
muestras para análisis microbiológico y resto de exploraciones rutinarias. Su
aspecto era de abatimiento, su rictus triste, facies emaciada y un tinte en la
piel que daba una idea bastante clara de la gravedad del caso. Se procedió a su
ingreso en la planta de medicina interna no sin antes consultar con el médico
intensivista, habida cuenta del marcado deterioro físico y la baja saturación
de oxígeno.
Permaneció ingresada durante unos interminables 39 días, “los mismos que
años tiene”, comentó resignado Pedro, su pareja desde los 17 años. El
diagnóstico al alta fue de Neumonía por Neumocistis Carinii. Iba a precisar un
largo tiempo de recuperación, pero, lo peor vino cuando la Doctora Cava,
mirando con dolor el informe impreso, que temblaba en sus manos sudorosas, leyó
las malditas palabras Síndrome de
Inmunodeficiencia Adquirida. El desconcierto se apoderó de Sara, miró a
Pedro con ojos escrutadores y a modo de lamento dijo: “no es posible, si yo nunca…”, segundos después se derrumbó en la
cama que había sido su “refugio” durante el interminable ingreso.
Las siguientes dos semanas fueron horribles, la tensión entre la joven
pareja era indescriptible hasta que finalmente Pedro confesó entre lágrimas
que, hacía un tiempo, mientras Sara preparaba las oposiciones que la tuvieron
“encerrada” durante dos largos años, él realizó un viaje relámpago con sus
amigos a Tailandia, para celebrar la despedida de soltero de su amigo Guille,
-“pero prácticamente no hice nada, sólo
tonteé con una chica en un local de alterne…”-, su rostro expresaba al
mismo tiempo incredulidad, vergüenza, pero sobre todo sentimientos de culpa,
sólo pudo meter la cabeza entre los hombros mientras Sara retiraba la suya y
miró hacia la mesita de noche que había junto a la cama, de un súbito manotazo
tiró al suelo el jarrón de tiernas margaritas que Pedro le había obsequiado esa
misma mañana a primera hora, cuando las luces del alba empezaban a iluminar la
calle. Las flores quedaron esparcidas inconexas por el suelo, entremezcladas
con los trozos de cristal del jarrón hecho añicos y el agua que milagrosamente
había pasado de ser transparente y pura a tomar un tinte rojizo que semejaba la
sangre “dolorida” de la chica.
Aunque las fuerzas aún eran muy exiguas por la gravedad de su cuadro
clínico, en un alarde de valentía y con voz ciertamente sonora, no exenta de
asertividad y por qué no decirlo dolor, contrariedad y pena, invitó a “su chico”
a que saliera de la habitación, quería asimilar en soledad el duro golpe recibido,
nunca había dudado de él y tenía que meditar con serenidad sobre el camino a
seguir, antes de tomar una decisión tan trascendental para su vida, máxime
cuando sabía que el proceso de recuperación, si es que ésta había de
producirse, iba a ser un calvario que a buen seguro él iba a suavizar con sus
cuidados y mimos.
Pasaron tres largos días con sus respectivas noches de duermevela, y, cuando
conseguía conciliar el sueño tenía extrañas pesadillas de las que las más de
las veces despertaba agitada y sudorosa, desorientada témporo-espacialmente los
primeros segundos. Afortunadamente en un par de minutos su ritmo cardiaco iba
disminuyendo hasta alcanzar la “velocidad de crucero” habitual, a ello
contribuía significativamente el hecho de comprobar que todo estaba bien, que
el contenido de sus pesadillas no iba con ella, eran percepciones oníricas
delirantes que nada tenían que ver con su realidad, por desalentadora que fuera
dada su fragilidad atribuible a esa enfermedad que no tenía que haberle llegado
nunca.
Cada vez tenía más claro que saldría adelante sola, debía prescindir de
su compañero; Pedro no había jugado limpio y había que pasar página. Él
insistía con llamadas y mensajes telefónicos, su propósito de enmienda parecía
sincero, pero sus disculpas no eran suficientes, se había llegado a un punto de
no retorno en la relación. Sara tenía reacciones ambivalentes cuando sonaba el
teléfono, al principio estaba dubitativa ante la disyuntiva de contestar, hasta
que decidió bloquear al que había sido el amor de su vida.
La visita diaria de la Doctora Cava era un revulsivo para Sara, máxime
cuando cada día le iba informando de la satisfactoria evolución, tanto en los
parámetros analíticos como en las pruebas complementarias que periódicamente le
hacían. La mejoría se reflejaba también en el rostro de la chica y en la
gracilidad de sus movimientos al ir al baño o en los paseos por la planta de
hospitalización. Ya no necesitaba la vía para la administración de goteros con antibióticos
y el resto de fármacos que diariamente había necesitado. El estado de ánimo no
evolucionaba tan bien, su labilidad emocional le jugaba malas pasadas y sin
motivo aparente tenía episodios de llanto inconsolable. De ello se percató la Doctora
Cava y una mañana, ya próxima al alta hospitalaria, vino acompañada por un
colega del hospital, un psiquiatra de mediana edad, al que presentó como Doctor
Rypff. Estuvieron hablando a solas cuarenta y cinco minutos y le anotó en una
cuartilla su teléfono y una cita en las consultas de Psiquiatría del hospital.
Sara quedó impresionada, por su sagacidad y su sentido del humor, bromista en
ocasiones y asertivo y serio cuando el momento lo requería. No le dio ningún
consejo concreto, pero sí le hizo ver su complicada situación desde otra
perspectiva, se vio contagiada por el positivismo del galeno. El día del alta
fue muy emotivo, vino a recogerla su hermana Eloísa, recién llegada desde
Estados Unidos. El personal de enfermería, las auxiliares y el equipo de la
Doctora Cava, ella incluida, le brindaron una despedida muy entrañable, que
hizo que por su cara corrieran unas lágrimas de emoción que al principio le
hicieron sentir avergonzada, pero que después le supieron a gloria. Su aspecto
era deslumbrante, a pesar de su delgadez. Se puso un precioso vestido que
guardaba en su armario y que no lucía desde el día de su graduación, fue lo
único que pidió a Eloísa que le trajera de su apartamento. Una vez en el coche,
de vuelta al hogar, habló con su hermana, a la que no veía desde la Navidad anterior,
sin entrar mucho en detalles escabrosos referentes a la enfermedad, por aquello
del estigma de una enfermedad, el SIDA, que todavía en esos años era
considerada socialmente como una enfermedad de “depravados”. Tampoco le habló
de Pedro, su ex-novio, y la hermana tuvo el detalle de no preguntar por él. En un alarde de
sinceridad, que la hermana aceptó con entusiasmo, sí le dijo que un tal Dr.
Rypff iba a iniciar con ella una terapia psicológico-psiquiátrica: - “Es muy atractivo…y parece saber lo que lleva
entre manos…hermanita, ya sabes… Espero que me ayude a superar mi depresión y
quién sabe, si me quita otras cosas”.
Eloísa, de forma sarcástica, se limitó a decir: - “Con tanto parece saber, ya sabes y quién sabe, no sé qué va a resultar, ¿sabes? creo que empiezas, como siempre, a tener muchos pájaros en la cabeza, hermana
mayor”.
Continuará.
1 comentario:
MUY EMOTIVO Y A LA VEZ DESGARRADOR...
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