EL ESCORBUTO, MÁS LETAL QUE LA GUERRA
Las expediciones británicas tuvieron problemas hasta entrado el siglo XX. Las dos expediciones al Polo Sur de Robert F. Scott (1903 y 1911) sufrieron de escorbuto pero éste no lo incluyó en sus diarios, porque se asociaba, por esa relación equivocada con la suciedad y la vagancia, a un mal liderazgo. La expedición de Shackleton, esa gesta, un ejemplo de que se puede alcanzar la gloria en medio del fracaso, también sufrió de escorbuto.
Los síntomas más conocidos de esta enfermedad carencial son los relacionados con los problemas en la síntesis de colágeno, una proteína que forma el armazón de muchos tejidos. Estos síntomas incluyen manchas en la piel (petequias), problemas en las encías, pérdida de dientes, hemorragias o dificultades para la cicatrización de las heridas. Urdaneta, compañero de Elcano en la expedición de Loaísa escribe:
Toda esta gente que falleció (unos treinta desde la salida al océano) murió de crecerse las encías en tanta cantidad que no podían comer ninguna cosa y más de un dolor de pechos con esto; yo vi sacar a un hombre tanta grosor de carne de las encías como un dedo, y otro día tenerlas crecidas como si no le hubiera sacado nada.
GUERRA AL ESCORBUTO
Decía Stephen R. Bown que “el escorbuto causó más muertes en alta mar que los temporales, los naufragios, las batallas navales y todas las demás enfermedades combinadas. Los historiadores han aventurado la cifra prudente de dos millones de marineros fallecidos por el escorbuto durante la era de los grandes veleros. Esta época empezó con la travesía de Colón del océano Atlántico y terminó con el desarrollo de la propulsión a vapor y su adaptación a los motores navales, a mediados del siglo XIX.
Los marinos lo temían, así como los mercaderes de las Compañías inglesa y holandesa de las Indias Orientales, y a lo largo del siglo XVIII, también las fuerzas navales de las potencias europeas”.
Hoy sabemos que el escorbuto es una avitaminosis debida a la falta de vitamina C; era común entre los marineros, ya que durante los meses que duraban las singladuras, éstos solamente se alimentaban de galleta, carne salada y licor, dieta que repetían por igual los hombres de mar de casi todas las naciones europeas.
A pesar de los síntomas definidos –palidez, manchas negras, halitosis, calambres, malestar, encías
inflamadas, debilidad, etc.- en el siglo XVIII todavía no había sido
identificada como enfermedad. Así que, siempre que un marinero se ponía enfermo
durante un viaje, aunque presentara muy diferentes síntomas, se achacaba a la peste de las naos, como se le
llamaba entonces.
LA SIDRA, MEDICINA DE LOS BALLENEROS
VASCOS
EL ESCORBUTO, MÁS LETAL QUE LA GUERRA
Datos
como este, finalmente, convencieron a los hombres más influyentes de la Corona
británica, de que, para hacerse con el control de los océanos y derrotar a
Francia, antes que elaborar estrategias, lograr avances técnicos, promover el
valor y entrenamiento de los hombres, había que derrotar al escorbuto. Al final
lo lograron y esto, más que las genialidades de Nelson, tan jaleadas, dieron la
primacía a la Royal Navy sobre la flota de Napoleón.
La historia de cómo se llegó a la curación de la peste de las naos,
entronca las investigaciones de un cirujano naval británico, James Lind,
con el primer viaje de exploración por el Pacífico perpetrado por ese genio que
fue el capitán James Cook. El primero dio con el remedio, consistente en
la ingestión de cítricos, aunque no logró lo más importante: perpetuar su
hallazgo. Con afán de minimizar las muertes durante su viaje de descubrimiento,
Cook acertó cuando fichó como médico y naturalista de a bordo al botánico Joseph
Banks, con el encargo de experimentar todos los remedios que hasta la fecha
se vendían como posibles curas de la misteriosa enfermedad.
A partir del siglo XVIII el mejor lugar para estudiar Medicina en Gran
Bretaña era Edimburgo, pues el centro se nutría de profesores formados en la
prestigiosa Universidad de Leiden, Holanda, a la sazón la mejor del mundo. Los
alumnos de Edimburgo eran preparados para mantener un activismo científico y un
método que era imposible en los meros cirujanos navales. Así que cuando
James Lind, el joven hijo
de unos comerciantes acaudalados de Edimburgo se alistó en 1739 como cirujano
en la Marina inglesa, dada su preparación en la capital escocesa, superaba
ampliamente lo que se suponía que tenía que saber un mero “saja muñones”.
James Lind (1716-1794), médico escocés que desarrolló la teoría de que los cítricos podrían curar el escorbuto. Argumentó en favor de los beneficios de salud de mejor ventilación a bordo de los buques de guerra, la mejora de la limpieza de los cuerpos de los marineros, prendas de vestir y ropa de cama, fumigación y bajo cubierta con azufre y arsénico. También propuso que el agua dulce podría ser obtenido por destilación del agua de mar.
Lind aspiraba a más que a navegar de batalla en batalla, remendar
hombres, verter serrín en los charcos de sangre y mandar abrir escotillas para
airear las bodegas. Pero la oportunidad de investigar no se le mostró hasta
1747, cuando fue destinado a un barco, el HMS Salisbury, cuyo capitán, George
Edgecombe, era un naturalista reconocido y veía con buenos ojos toda
pulsión que pudiera redundar en el avance médico. Cuando la nave navegaba por
el canal de La Mancha se desató el escorbuto; Lind había asistido a numerosos
brotes de la peste de las naos, pero nunca había osado, frente a los habituales
capitanes de la Royal Navy, experimentar con las posibles curas; pero sabía que
en esta ocasión la situación era bien diferente. Al fin tenía su oportunidad.
Con el permiso del capitán Edgecombe, Lind eligió a doce hombres entre los
enfermos y los dividió en 6 parejas. A la primera pareja le administró un litro
de sidra al día; a la segunda veinticinco gotas de elixir de vitriolo tres
veces al día; la tercera pareja engullía dos cucharadas de vinagre tres veces
al día; la cuarta recibía un cuarto de litro de agua de mar por día; a la
quinta le fue administrada un par de naranjas y un limón diario por cabeza; y
la sexta, al fin, debía tomar una pasta hecha a base de hortalizas y vegetales,
como ajo, mostaza, etc.
El resultado de este primer seguimiento controlado de la historia de la
Medicina fue sorprendente en el caso de la pareja que tomaba cítricos, pues
quedaron restablecidos en un lapso de tiempo corto; también los que tomaban
sidra sintieron una clara mejoría. No así el resto, por lo que Lind consignó
los resultados en sus informes de cirujano de a bordo. Pero lo que es más
importante, fijó su método cuando inventó el rob, o concentrado de
cítricos, que posibilitaba que estos se conservaran durante largas singladuras.
Pero cuando tocaba ya la gloria médica, Lind cambió de rumbo.
Dejada atrás la época de la guerra, Lind se estableció en Edimburgo como
médico y miembro del Real Colegio de Médicos; su prestigio era grande y trató
de engrosarlo publicando en 1753 las conclusiones extraídas en sus experimentos
a bordo del Salisbury bajo el título de Tratado
sobre el escorbuto, con una investigación de la naturaleza, las causas
y la cura de le enfermedad, junto con una visión crítica y cronológica de lo
publicado sobre el tema.
James Lind y su Tratado sobre el escorbuto
JOSEPH BANKS, EL “ANTÍDOTO” DE JAMES
COOK CONTRA EL ESCORBUTO
El siguiente asalto de esta lucha por atajar el mal, se lo debemos al
prestigioso explorador y navegante James Cook, elegido por la Corona
británica para comandar un viaje de exploración al Pacífico. Hoy sabemos que
Cook, hasta que fue asesinado por los nativos de Hawai, navegó durante once
años, llenando casi todas las áreas desconocidas que quedaban en las cartas
navales. Su papel en esta historia tuvo lugar en su primer y más productivo
viaje (1768-71) que le llevó a dar la vuelta al mundo a bordo del mítico barco Endeavour,
además de explorar Tahití, Nueva Zelanda y la costa este de Australia.
Cook, que, dada su larga carrera marítima, conocía muy bien los efectos
del escorbuto, estaba decidido a minimizar lo máximo posible las bajas por esta
y otras enfermedades; dio órdenes estrictas en el plano de la higiene, y
encargó probar una serie de antiescorbúticos al naturalista y botánico de la
expedición, el aristócrata Joseph Banks. Educado en Eton y Oxford,
centros elitistas por antonomasia, Banks basculó pronto hacia la botánica, la
ciencia que más le interesó, junto a la geografía; era un admirador sin
condiciones y amigo de Linneo, y embarcó al sueco Solander, uno
de los alumnos del botánico de Uppsala, en el Endeavour para que le sirviera de
ayudante. Juntos dieron al primer viaje de Cook una dimensión científica que no
tuvieron los otros dos.
Descubrieron y trajeron a Europa numerosas plantas desconocidas, como el
eucalipto, las mimosas, las acacias, etc., tantas que Linneo denominó un género
vegetal como banksia, en honor al inglés. También se le debe a Banks el nombre
que Cook le puso a una de las bahías exploradas en el oriente australiano,
Botany bay, o Bahía de los botánicos.
El último viaje de exploración que hizo, al que también le acompañó
Solander, fue a Islandia, aunque después prefirió, como rico y baronet que era,
dedicarse a la planificación de expediciones. Joseph Banks llegó a ser Presidente de la Royal Society y fundador
y presidente de la African Association; y, como tal, cerebro
planificador e impulsor de las más prestigiosas expediciones de exploración por
todo el mundo. Fue el responsable del envío de toda la saga de pioneros a
cartografiar el curso del río Níger, una auténtica epopeya; pero también parten
de él otros viajes famosos, como el perpetrado por Franklin al Ártico en busca
del paso del noroeste, que acabó en desastre, y el del capitán William Bligh en
busca del árbol del pan, que terminó en el muy literario y cinematográfico Motín del Bounty.
Cook había ordenado a Banks embarcar todos los remedios con que los
distintos médicos trataban el escorbuto, entre los que sobresalían la col
fermentada y el rob de Lind, que el botánico guardaba bajo llave en una
alcancía. Cuando, tras dejar atrás Tahití, se declaró a bordo el escorbuto,
Banks aplicó los distintos productos con un resultado mediano. Los hombres, a
los que no se perdía ocasión de alimentar con verduras frescas en las recaladas
que se hacían, sin embargo, se mantuvieron con vida que no es poco. Banks, que
también estaba enfermo, tal vez por intuición, probó el rob consigo mismo, por
lo que se repuso del todo al poco tiempo.
La puntilla al escorbuto, al final, se la dio un caballero y médico
formado en Edimburgo llamado Gilbert Blane; elegido médico jefe de la
flota británica aplicó las recomendaciones higiénicas de Cook y Lind, y, lo que
supuso el mayor avance, ordenó embarcar en todas las naves el milagroso elixir
del rob de cítricos. Gracias ello, a principios del siglo XIX, los británicos,
que minimizaron las tremendas bajas que producía la peste de las naos, pudieron
imponer el bloqueo naval a los franceses y derrotar a Napoleón, cuya flota
seguía padeciendo la enfermedad. Como dijo el explorador S.R.Dickman
–frase recogida por S.R.Bown en su obra- “se
puede afirmar que el Imperio británico nació de las semillas de los cítricos”.
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El escorbuto: la pequeña gran historia de una
enfermedad terrible
Mientras duraba la travesía, al ayudante del médico le tocaban todas las
tareas más arduas e ingratas. Él era quien se encargaba de hervir las gachas y
el agua de cebada, lavaba las toallas y las vendas, mezclaba y aplicaba la
escayola, rellenaba y transportaba los baldes de agua para los pacientes,
limpiaba la enfermería y a menudo le tocaba vaciar los cubos usados para recoger
las deposiciones. Estaba a la entera disposición del médico naval las
veinticuatro horas del día. También era tarea suya despertar a los enfermos
cada mañana.
La enfermería era una celda
húmeda, atestada, con un olor nauseabundo, situada debajo de la línea de
flotación del barco. Los aires fétidos se acumulaban y la única iluminación
provenía de unas pequeñas lámparas. Los pacientes yacían suspendidos en hamacas
dispuestas en varias filas, con poco más de dos palmos entre uno y otro. Cuando
las condiciones del mar estaban revueltas, solían golpearse entre sí.
Nuestro héroe, el médico escocés con el que finalizábamos la entrada
anterior, James Lind, tenía más vocación de médico que de cirujano, y su mayor
interés era la comprensión de las causas y los remedios de la enfermedad,
incluso por encima del tratamiento de las secuelas físicas propiamente dichas.
A finales de 1746, Lind entregó sus diarios médicos y quirúrgicos y aprobó el
examen de cirujano. Le ascendieron a ocupar plaza en el HMS Salisbury, que
patrullaría el canal de la Mancha y el Mediterráneo.
Como médico naval, se le ocurrió un plan sorprendente para afrontar el
escorbuto, que refleja su mentalidad práctica y analítica. Lind hizo gala de
una asombrosa originalidad y una capacidad admirable de superar los confines
del pensamiento preponderante de la época (dominado por una jerga rimbombante,
pedante y sin mucho sentido ni valor científico), al diseñar un experimento
para probar y evaluar la efectividad de los antiescorbúticos habituales. Tuvo
suerte de que el capitán del Salisbury, George Edgecombe, fuera miembro de la
Academia Británica de las Ciencias, la Royal Society, y compartiera su interés
científico.
El 20 de mayo, con la complicidad de un capitán de mente abierta, aunque
no necesariamente con el de sus pacientes, Lind apartó y aisló a doce marineros
con síntomas avanzados de escorbuto y diseñó un régimen alimenticio común para
todos ellos. Durante un lapso de dos semanas, dividió a los marineros
escorbúticos en seis parejas y complementó el régimen alimenticio de cada
pareja con varios remedios y alimentos antiescorbúticos. Este experimento fue
una de las primeras pruebas controladas de la historia de la medicina o de
cualquier rama de las ciencias clínicas. Los dos afortunados que habían
recibido las naranjas y limones se habían recuperado casi por completo cuando
se terminaron las raciones de fruta, al cabo de una semana. Los que habían
consumido sidra también respondieron favorablemente, pero al cabo de las dos
semanas no habían recobrado fuerzas suficientes para regresar a sus labores.
Investigadores modernos han demostrado que la sidra contiene pequeñas
cantidades de ácido ascórbico y puede servir de medida preventiva,
especialmente si no está demasiado purificada, pasteurizada o se ha conservado
durante un período muy prolongado. Su conclusión fue que los efectos más
benéficos e inmediatos se lograron mediante el uso de naranjas y limones. Estos
cítricos fueron el remedio más efectivo contra la enfermedad en alta mar.
A pesar de las conclusiones de James Lind, años más tarde aún se seguía
afirmando que el agua de mar era un remedio efectivo y viable para el
escorbuto, según artículos publicados por varios médicos profesionales de la
época. Sin embargo, el experimento de Lind había demostrado sin lugar a dudas
que no tenía efecto alguno. El elixir de vitriolo era el medicamento
antiescorbútico más habitual empleado por la Armada Británica en aquellos
tiempos, de modo que el resultado obtenido por el doctor escocés que demostraba
su ineficacia fue todo un logro. Lind empezó a escribir un ensayo sobre las
pruebas realizadas a bordo del Salisbury, con sus comentarios sobre el
escorbuto. Con el tiempo, se decidió a convertir el ensayo en un libro completo
que se publicaría en Edimburgo en el año 1753.
Como ya hemos dicho, Lind tenía un interés evidente en la medicina
preventiva, más que en la curativa; su argumento era que, si se podía prevenir
una enfermedad, ya no haría falta curarla. No cabe duda de que gran parte de lo
que habían escrito los pensadores médicos hasta la fecha eran disparates, que
no podían basarse más que en las opiniones personales o las modas. La crítica
realizada por Lind de la abundancia de teorías descabelladas fue una
reconfortante innovación, que contrastaba con el embrutecedor empecinamiento
del pensamiento médico de la época, mientras que la insistencia del médico
escocés en la necesidad de obtener pruebas antes de aceptar la validez de una
teoría debería haber sido la norma a seguir.
A pesar de todo lo razonable y lógica que nos pueda parecer en los
tiempos actuales la forma de proceder de Lind, lo cierto es que su teoría
acerca de cuáles eran las causas reales del escorbuto resulta tan absurda y
descabellada como cualquiera de las que había criticado él mismo con tanta
elocuencia. La base de su compleja y rebuscada hipótesis era que el escorbuto
se debía al taponamiento de la transpiración natural del cuerpo, lo que
provocaba un desequilibrio en la alcalinidad del organismo. Lind aseguró que
este desafortunado desequilibrio se debía a la humedad que prevalecía en alta
mar y a bordo de los buques. De haber sido otro médico quien hubiese propuesto
esta teoría, es más que probable que Lind la hubiese descartado como un montón
de tonterías sin sentido. Sin embargo, cabe también la posibilidad de que se
sintiera en la obligación de "producir" una teoría rimbombante para
que la propia comunidad científica dominante le tomara en serio, dado el
lenguaje complejo e impreciso que ésta empleaba, como ya dijimos más arriba.
Las contradicciones en los argumentos y las explicaciones de Lind eran
evidentes y flagrantes. Afirmaba que cualquier ácido poseía la capacidad de
curar el escorbuto, a pesar de que sus propias pruebas y resultados habían demostrado
fehacientemente que tanto el vitriolo como el vinagre no tenían el menor efecto
sobre los pacientes escorbúticos. Aunque Lind había dado con el remedio para la
enfermedad, fue sencillamente incapaz, bien por falta de recursos, de
conocimiento o de contribuciones científicas de sus coetáneos, de deducir la
causa real de la enfermedad. Su práctico remedio se perdió entre las nubes de
teorías, incluida la suya. En los años que siguieron a la publicación del
tratado de Lind, se publicaron varias obras de otros médicos que contradecían
directamente sus recomendaciones, incluso en cuanto al remedio a emplear. Había
doctores más respetados que él y con una mayor influencia y todo ello, en una
época en la que el estatus social y la autoridad estaban por encima de la valía
profesional y la ciencia, constituía un impedimento para el éxito de cualquier
teoría medianamente heterodoxa basada en pruebas y evidencias empíricas. Los
contactos influyentes jugaban un papel decisivo en la aceptación de las teorías
y Lind jamás fue elegido miembro de la Royal Society. Tampoco ayudaba demasiado
la falta de canales de comunicación, haciendo difícil que incluso los miembros
informados de la comunidad científica confiaran en los hallazgos de sus
compañeros. No existía publicaciones científicas con un sistema fiable de
revisión, ni conferencias, ni muchos intentos de confirmar las teorías mediante
reproducción de los experimentos. No debe extrañar, entonces, que durante
bastantes años después de la publicación del tratado de Lind, el escorbuto
continuase constituyendo un problema muy grave.
Lind había reconocido de forma certera que la falta de alimentos frescos estaba directamente relacionada con el escorbuto, pero, al mismo tiempo, también recomendó mejorar la calefacción, las horas de descanso y la ventilación a bordo, medidas que habrían beneficiado a los marineros en general y reducido el consumo de ácido ascórbico de sus organismos, como hoy sabemos muy bien. Como medida más significativa, Lind defendió un período de cuarentena para los marineros recién enrolados y para los que procedieran de la cárcel, a fin de evitar que los nuevos reclutas llevaran a bordo enfermedades infecciosas y pudieran contagiarse. También sugirió que la práctica de embarcar el doble de los tripulantes necesarios para maniobrar la embarcación contribuía a la mortandad por enfermedades infecciosas.
Finalmente, en 1758 fue nombrado director médico del Royal Naval Hospital en Haslar, el mayor y más moderno centro médico del país. Por lo general, los marineros escorbúticos ocupaban una tercera parte de las salas de Haslar, pero durante algunos períodos determinados llenaban casi todo el hospital. Durante la Guerra de los Siete Años y la Guerra de la Independencia norteamericana, Lind atendía entre trescientos y cuatrocientos pacientes de escorbuto por día, en ocasiones muchos más.
Lind desarrolló un método para evaporar el agua del zumo recién
exprimido y crear un concentrado que se podría guardar a bordo con una mayor
comodidad. Lind jamás sometió su rob a un régimen de pruebas, de nuevo
contradiciéndose a sí mismo con la idea que mantenía en lo referente a no
utilizar nada cuyo efecto no hubiese sido probado y demostrado de forma
práctica. Desafortunadamente, Lind no comprendió la naturaleza caprichosa del
ingrediente clave, el ácido ascórbico, y sus intentos de conservar la fruta y
las hortalizas en escabeche, mediante la evaporación o la ebullición
destruyeron las propiedades antiescorbúticas existentes antes de la
conservación. Hubo que esperar hasta nada menos que 1951, cuando R.E. Hughes
llevó a cabo un experimento que demostraba que, aunque las uvas espinas frescas
contenían unos cincuenta o sesenta miligramos de ácido ascórbico por cada cien
mililitros (más aún que el zumo de limón recién exprimido), su contenido en
vitamina C se reducía prácticamente a cero tras calentar la fruta y conservarla
durante apenas treinta días.
A pesar de que el rob, o
concentrado de limón de Lind, recién preparado, contenía una gran cantidad de
la preciada vitamina, de unos doscientos cuarenta miligramos por cien
mililitros, ya había perdido la mitad del ácido de los limones empleados para
prepararlo. Es decir, de no haberlos convertido en rob, la misma cantidad de
limones habría contenido casi quinientos miligramos por cien mililitros.
Después de un mes de conservación, tan sólo permanecía poco más de diez por
ciento del ácido ascórbico, dejando el concentrado con la misma cantidad que un
solo limón fresco.
En la década siguiente, la de 1760, se había llegado a una especie de
consenso entre los profesionales de la medicina naval de que gran parte de los
remedios establecidos contra el escorbuto, como el untar pasta de mercurio en
las heridas abiertas, el consumo de ácido sulfúrico como suplemento alimenticio,
añadir ácido clorhídrico al suministro de agua potable, o incluso la más
respetada de todas las panaceas, la sangría, no estaban contribuyendo en nada
positivo al debate. En el año 1764, tras varias décadas en las que se
publicaron tratados, estudios, ensayos y proclamaciones sobre el escorbuto, sus
causas y sus remedios, y tras varios experimentos en los hospitales navales de
Haslar y Plymouth, que no brindaron resultados concluyentes, el Ministerio de
Marina Británico propuso evaluar los antiescorbúticos en alta mar.
El Almirantazgo encargó a John Byron el mando de un navío que realizaría
labores de exploración en el sur del Pacífico, a la vez que se controlarían los
efectos de las provisiones frescas sobre la incidencia del escorbuto entre los
tripulantes. Byron encargó coclearia y cocos para la tripulación y él aseguraba
que, aunque la primera había resultado tremendamente útil, los segundos les
habían salvado de una muerte segura.
En 1772, cuando se publicó la tercera y última edición de su tratado
sobre el escorbuto, James Lind tenía cincuenta y seis años. El exceso de
trabajo y la falta de resultados concretos en sus pertinaces intentos de
comprender la enfermedad le habían hecho perder toda esperanza de desenmarañar
el misterio. Aunque sabía que las
verduras frescas y los cítricos curaban la dolencia, jamás concluyó que la
falta de estos productos fuera su causa. Nunca creyó que el escorbuto fuera una
enfermedad de carencia y jamás comprendió por qué las verduras y los cítricos
resultaban beneficiosos, llegando incluso a criticar a la única persona que
había entendido y concluido que el escorbuto se debía a una carencia en la
dieta: Johan Friedrich Bachstrom.
Lind acabó sabiendo menos sobre el escorbuto que cuando no era más que
un modesto médico naval, a bordo del Salisbury. Sin embargo, esta falta de
experimentos científicos rigurosos y precisos debe interpretarse en su justa
medida. Al fin y al cabo, la forma de pensar y actuar de James Lind era un mero
reflejo de la sociedad y pensamiento de su época. Ni siquiera él pudo escapar
por completo de las modas médicas y científicas del tiempo que le tocó vivir.
Escorbuto, azote de los mares
La enfermedad, por la falta de vitamina C, causaba alucinaciones a los marinos. El aroma de una flor podía casi matarlos
Estos días de confinamiento en un espacio reducido (la casa de cada uno)
y con un virus al acecho me han llevado a pensar en el escorbuto, el gran azote
durante la época de los grandes viajes transoceánicos, más letal entre los
marinos que cualquier otra dolencia, pues brotaba con tal saña en los barcos
que los armadores ya daban por sentado que perderían a la mitad de la
tripulación en el periplo. Se calcula que dos millones de hombres de mar
fallecieron entre 1400 y 1800 a consecuencia del mal, ocasionado por la
carencia de fruta y vegetales frescos. En aquel tiempo se creía que el
escorbuto era contagioso; lo llamaban “la
enfermedad de la nostalgia”.
Solía irrumpir en los navíos a los tres meses de travesía, cuando la
marinería, sin atracar en puerto alguno, debía subsistir a base de alimentos en
conserva -ahumados, salazones, curados-, carentes de vitaminas. Diezmó la
dotación de Cristóbal Colón en su segundo viaje. Vasco de Gama perdió a su
hermano por ella. Y la expedición Magallanes-Elcano, la primera en
circunnavegar el globo (1522), sufrió gran menoscabo por la falta de ácido
ascórbico. No fue hasta 1753 cuando el médico escocés James Lind observó que el
consumo de naranjas y limones tenía una “ventaja peculiar” como remedio contra
la enfermedad. Nadie tenía entonces la más remota idea de lo que era la
vitamina C.
El síntoma más temprano era la
letargia, un dejarse arrastrar por la blandura. Sobrevenían después la palidez,
los ojos hundidos, la putrefacción de las encías y un progresivo deterioro físico
que nos ahorraremos precisar, aunque llama poderosamente la atención que viejas
heridas de guerra se reabrieran y que los huesos rotos volvieran a tronzarse en
el mismo punto de soldadura. Los hombres, además, comenzaban a desarrollar
comportamientos extraños. Cuentan las crónicas que, en su segundo viaje,
barriendo el círculo polar antártico, el navegante James Cook se quedó
en éxtasis al observar el brillo de la luna sobre el hielo que había
cristalizado en las jarcias, hasta que, en un golpe de lucidez, reparó en que
aquella belleza que lo había mantenido hipnotizado podía en verdad
desequilibrar el barco por el peso añadido en el caso de un embate repentino de
las olas.
Desde la placidez de la distancia en el tiempo, los efectos psíquicos
del escorbuto sobre el cerebro estremecen por su carga poética. Los sentidos se
exacerbaban. La arpillera se transmutaba en terciopelo al tacto. Los sueños,
centrados sobre todo en la comida, resultaban tan vívidos que aquellos
aguerridos lobos de mar se deshacían en llanto al despertar ante sus escudillas
vacías. Por eso, por las lágrimas y la volubilidad, se creía en la nostalgia
del hogar como causa. El marino, llamárase Rodrigo de Yñiguez, en un galeón
español, o John Huggit, en un bergantín pirata, sufría alucinaciones, y podía
muy bien suceder que, acodado en las amuras, distinguiese entre la espuma del
oleaje la amenaza de un monstruo marino o bien los senos incitantes de una sirena.
Jonathan Lamb asegura en ‘Scurvy:
The Disease of Discovery’ que les resultaba imposible compartir la
experiencia, que el escorbuto cercenaba el sentido de comunidad. Cada uno de
ellos creía estar solo en su angustia.
Los Johns y los Rodrigos ignoraban, además, que eran ya inmunes a otras
enfermedades, como el sarampión y la viruela, que causaron estragos entre las
poblaciones indígenas. Pobres hombretones; el escorbuto hacía que, en el
desembarco, el aroma de una flor les resultase insoportable, casi letal, por su
voluptuosidad.
LAS AFTAS DE JUAN, Y SUS VISIONES...
En mi época de residente de segundo año de psiquiatría, hace más de dos décadas, me hicieron una interconsulta desde el servicio de Medicina Interna para valorar a un paciente de mediana edad que, además de presentar un importante deterioro físico (estaba pálido y desnutrido), tenía episodios de confusión y agitación, con fenómenos alucinatorios e ideas delirantes de perjuicio y envenenamiento centradas en los familiares y el personal sanitario. Aunque mi experiencia era limitada por mi juventud, el paciente no tenía aspecto de presentar una psicosis primaria y así se lo hice ver al adjunto de M.I. que me interpeló. No obstante, propuse un tratamiento psicofarmacológico para disminuir la hostilidad y mejorar el ritmo de sueño, según su hermana, apenas había pegado ojo las tres últimas noches, y también para controlar los síntomas psicóticos que le angustiaban sobremanera. Cuando regresaba a mi Unidad de Psiquiatría, casualmente me encontré con un internista veterano por el que he sentido siempre una admiración especial, V.C., es un gran hombre y un gran médico, ya jubilado hace años, un humanista sabio de los que ya no abundan en la clase médica "moderna", tan entregada a la Medicina Basada en la Evidencia y los Estudios Randomizados Doble Ciego, que desdeñan a los compañeros veteranos que no están tan al día de los últimos artículos del American Journal ni de las modernísimas Guías de Práctica Clínica, pero que, en contrapartida, atesoran una experiencia y un saber especial a la hora de contactar con los enfermos y sus familiares, siendo capaces de obtener una información crucial que a los más jóvenes se escapa, simplemente hablando con ellos y con una exploración física básica, sin tantas analíticas o exploraciones complementarias supersofisticadas y costosas, a veces innecesarias.
El caso es que, acordándome del paciente que curiosamente estaba en su servicio, le pedí que le echara un vistazo, a lo que accedió al momento, pidiéndome que le acompañara. La procastinación no va con el Dr. V.C. y su amabilidad es siempre exquisita. Entramos en la habitación, saludó por su nombre al paciente y pidiendo al familiar que levantara la persiana para mejorar la iluminación de la sala, observó desde cerca a Juan, apenas le hizo unas preguntas y me pidió que le acompañara a su despacho. Mi perplejidad fue evidente cuando me dió su opinión diagnóstica y pidió a la enfermera que le trajera la Historia Clínica, apuntando en la hoja de tratamiento (entonces la historia se hacía en papel y no estaba informatizada), a base de Vitamina C en pastillas efervescentes, amén de introducir el zumo de cítricos en la dieta. ESCORBUTO, el paciente tenía escorbuto. Para D.Vicente no había duda, sólo con mirar las aftas ensangrentadas de sus encías y las manchas oscuras en la piel, amén de las respuestas que Juan dio al requerirle que explicara sus hábitos alimenticios de los últimos tres meses: llevaba mucho tiempo bebiendo leche de brick que él mismo se abría y comía a base de latas con carne o pescado en conserva.
A los pocos días de iniciar el "complicadísimo" tratamiento
pautado, el paciente mejoró espectacularmente, tanto en su estado físico como
mental, dejó de agitarse por las noches y de día recuperó su hábito de leer el
periódico. Ni la hermana ni yo dábamos crédito a una evolución tan
espectacular, Juan volvió a ser una persona amable y ocurrente, ya no temía que
se le engañara con la comida o que nadie quisiera hacerle daño, ni volvió a
tener las amenazantes alucinaciones de unas semanas atrás. Al comprobar que los
resultados de las analíticas y otras pruebas solicitadas daban dentro de la
normalidad, fue dado de alta por el mismísimo Dr. V.C. para inmediatamente,
dirigiéndose a mí y estrechando mi mano me dijo: "Hasta la próxima Dr.
Rypff, será un placer". Me abstengo de hacer más comentarios.
¿Por qué a los MARINEROS BRITÁNICOS se les llama “LIMEYS”?
El escorbuto, es una enfermedad causada por una deficiencia de ácido ascórbico en la dieta. Vamos, lo que se conoce como falta de “Vitamina C”. Y esa enfermedad lleva entre nosotros miles de años.
Pero, ¿por qué se relaciona directamente el escorbuto con las expediciones y exploraciones marítimas entre los siglos XV y XVIII? Pues sencillamente porque era la principal causa de mortalidad entre los marinos. Una causa mucho mayor que los fenómenos meteorológicos, los hundimientos o, incluso, las guerras.
Y para explicar todo esto, hablaremos de los marineros británicos y el por qué se les llama "Limeys".
Eskorbuto - Eskizofrenia (Full Album remastered
1. INTRODUCCIÓN (SONIDOS DE LA GUERRA) 00:00
2. LA INCREÍBLE VIDA DE UN SER VULGAR 2:43
3. RATAS RABIOSAS 4:33
4. CUALQUIER LUGAR 6:42
5. MIERDA, MIERDA, MIERDA 8:06
6. ROGAD A DIOS POR LOS MUERTOS 9:43
7. EXTERMINIO DE LA RAZA DEL MONO 13:17
8. ANTES DE LA GUERRA 16:00
9. SOCIEDAD INSOCIABLE 17:11
10. OS ENGAÑAN 19:45
11. MUCHA POLICÍA, POCA DIVERSIÓN 21:28
12. ¡ON NO! POLICÍA EN ACCIÓN 23:03
13. NADIE ES INOCENTE 25:58
14. BUSCO EN LA BASURA 27:50
15. ESKIZOFRENIA 29:53
16. CRIATURAS AL PODER 31:33
17. ¿DONDE ESTÁ EL PORVENIR? 33:29
18. RATAS EN BIZKAIA 35:35
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