Soledad, haciendo alarde del nombre que se le atribuyó al nacer, evitó
durante décadas los peligros de un enlace amoroso y sobre todo matrimonial. Ya
con cincuenta a cuestas se casó por conveniencia con un anciano emigrante que
sólo de vez en cuando regresaba de Estados Unidos al pueblo de la montaña que
le vio nacer. A los hombres corresponde la función de pregonar sus excelentes
características genéticas y a las mujeres la decisión de elegir buenos genes o
buenos recursos. Soledad eligió los recursos, en forma de una casa de pueblo
que le dio cobijo cuando concluyó su larga y densa etapa laboral en la bodega
de una familia de posibles sin hijos casaderos.
Era la única casa del pueblo con una pequeña torre, de difícil acceso,
que se había construido exclusivamente para disfrutar de las vistas. ¡Qué
extraño que a alguien se le ocurriera, en un pueblo pegado a la ladera de una
montaña, adornado de olivos, almendros y viñas, reservar un espacio
privilegiado a un intangible como la vista! Años más tarde Eduard aprendió en
Manhattan que el precio de los apartamentos dependía de la vista. Tal vez el
anciano emigrante quiso aplicar el mismo criterio de la ciudad de los
rascacielos a un pueblo al que, si le sobraba algo, eran vistas bellísimas, con
o sin torre, sobre el río y la sierra.
Durante treinta años, Soledad dominó sus emociones. Después de la guerra
civil, en muchos pueblos las personas eran contadas, en el sentido literal de
que se contaban –se vigilaban y se referían las vidas- los unos a los otros.
Nadie sintió jamás que la ansiedad acelerara los latidos del corazón de
Soledad, ni pudo ver que entornara los ojos ante la inminencia de un beso, o
que yaciera inmóvil en la cama, con los ojos cerrados del todo, mientras
alguien apretujaba sus senos debajo de la bata de andar por casa.
Nadie salvo Eduard, que, por pura casualidad, coincidió con ella en uno
de los raros momentos en que su casa estaba vacía y ella se encargaba de la
cocina y la limpieza. Fue sólo un instante en toda su vida, interrumpido,
también inesperadamente –Eduard recuerda el denso silencio de aquel crepúsculo-,
al sonar el timbre de la puerta: era su hermano, que se había olvidado la
pelota para jugar en la plaza del pueblo
En aquel paréntesis hermético e impenetrable quedó su primera huella de
la fusión de dos emociones mudas, de puertas afuera, pero embriagada de placer
de puertas adentro. Los niveles mínimos de cortisol, que suelen bajar al
atardecer, no importaban en aquel cuerpo adolescente; su cuerpo. No hacía falta
recurrir a ninguna energía adicional, porque Soledad no ofrecía resistencia alguna
a las caricias improvisadas. Había energía más que disponible para el casi
centenar de neuropéptidos responsables de los flujos hormonales activara una digresión
ensoñadora, con un vocabulario inconsciente y puramente emocional. La comunidad
científica no descubrió hasta muchos años más tarde, en la década de los
sesenta, los neurotransmisores que impactan al cerebro. ¡Qué extraño! ¿cómo ha
podido sobrevivir la gente que nos ha precedido sin tener ni idea de lo que les
pasaba por dentro?
Puede ser, efectivamente, que el amor sea un impulso básico y universal,
una constante a lo largo de todas las vidas, pero su primera irrupción en el
corazón de los adolescentes suele darse por la vía furtiva, distinta y
contenida en las agujas del reloj del tiempo. Sesenta años después, Eduard casi
comprendió la clave biológica de aquel acontecimiento, aunque –como dice la
psicóloga y escritora Sue Gerhardt- sus cimientos se construyan, sin que nos
demos cuenta, durante los nueve meses del embarazo y los dos primeros años de
vida. Es entonces cuando se modula el cerebro social y se establecen tanto la
forma como los recursos emocionales de una persona. Es genético sí; pero no
únicamente.
Lleva su tiempo admitir –nunca pensé a este respecto en el verbo “resignarse”,
porque ello implicaría que la posible alternativa era mejor: ¿mejor en qué? -
que no elegí a mis padres, ni la dirección de las fuerzas colosales, más
potentes que los movimientos de las capas tectónicas, que iban a desencadenar
mis flujos hormonales y, en definitiva, mi carácter potencial para toda la
vida.
Ningún padre ha elegido tampoco a sus hijos. Estamos aquí porque alguien
sacó de un bombo gigantesco la bola de nuestro número. Pudo ser otro. Y sería
distinto (con la sola excepción de un gemelo monocigótico, aunque incluso en
este caso, la epigenética se encargaría de que la expresión de los genes no
fuera idéntica). Venimos al mundo gracias a un festival silencioso que
escenifican billones de genes desde hace millones de años.
Moody Blues - Nights in White Satin [1968] (Subtitulado en Español)
PROCOL HARUM - A Whiter Shade of Pale - (SUBTITULADO)
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Otras amistades peligrosas
Lorena y Eva eran amigas desde la infancia, compartían juegos, confidencias, risas y aventuras, a pesar de los problemas de salud de Eva, que sufría una enfermedad en la vista que le impedía exponerse al contacto directo con luces intensas. Por ello, todos los juegos entre las pequeñas eran dentro de la casa o en horas nocturnas.
Los padres de Lorena no estaban muy convencidos de la amistad entre las pequeñas, aunque no se oponían, consideraban que su hija debía conocer a otras personas y jugar en alguna ocasión en espacios abiertos que le permitieran exponerse a los beneficiosos rayos solares.
Eva sentía algo de resentimiento por la opinión de los padres de Lorena, la pequeña no quería que la separaran de su única amiga.
Los años pasaron y el carácter de Eva se hacía cada vez más dominante y posesivo. Lorena empezaba a preparar la selectividad y tenía nuevos amigos, hecho que Eva no veía con buenos ojos. Las jóvenes amigas decidieron concertar una cita para hacer dulces navideños, con ayuda de la madre de Lorena, experta repostera. Lorena y su madre no aparecieron esa tarde y Eva se sintió humillada y llevada por la desesperación, la rabia y la frustración, fue entonces cuando empezó a maquinar un plan de venganza. Sus rasgos patológicos de personalidad, en parte paranoides, en parte de inestabilidad emocional y especialmente psicopáticos, no exentos de una puerilidad “aplastante”, le hacían pasar del amor al odio en pocos minutos.
Pasadas las horas, Lorena llamó a Eva y se disculpó, le dijo que algo había surgido con sus amigos y no pudo asistir a su casa, Eva ya había terminado de idear su maléfico plan de venganza, así que le respondió de inmediato cuándo podrían verse.
-Mañana por la tarde estaré en tu casa con mi madre para hacer los dulces navideños– comentó segura Lorena, sin saber lo que le esperaría.
Esa tarde Lorena llevó todo lo necesario para pasar una tarde diferente con su amiga, sin embargo, al llegar a la casa notó que todo estaba totalmente a oscuras y nadie respondía a sus llamadas en voz alta. Cuando se dio la vuelta para salir, la cerradura no le permitía hacerlo y sintió cómo la cogían por la espalda, al girarse, vio a Eva con un rostro que reflejaba la furia que había acumulado. La madre de Lorena tardaba en llegar, había ido a estacionar el coche y no resultaba fácil encontrar aparcamiento en la zona.
Trató de huir, pero fue inútil, Eva enterró en los ojos de Lorena sendos alfileres que hicieron que la chica perdiese la visión súbitamente. Acto seguido, entre los gritos de Lorena, Eva le susurró al oído: -Quiero que entiendas mi realidad, así nunca más me dejarás sola.
(PETRUS RYPFF)
Moon River - Rod Stewart | subtitulado al español
LOS PRIMEROS AMORES
La chica de ayer - NACHA POP
Mi chica - el primer beso
Ambkor - Amor adolescente letra
Enamorarse es una de las cosas más bonitas que le pueden pasar a cualquiera, y es que estamos en este mundo para vivir emociones de ese tipo, para que los sentimientos buenos nos inunden. De hecho, el primer amor, tan intenso y especial, lo recordaremos por siempre, aunque no suele ser casi nunca el definitivo, ni mucho menos el mejor. Enamorarse en la adolescencia es algo tan complicado como casi imposible de evitar, porque por nuestra situación, por nuestra edad, ya empezamos a sentir algo especial dentro.
El amor en sí siempre debe ser un sentimiento positivo, de aprecio y apego por otra persona, pero es fácil, y más con esa edad, confundirlo con el deseo, con los celos o con la necesidad de estar con alguien y no quedarnos “solos” de cara a los demás.
Hay un componente social muy importante en la manera en la que vemos el amor durante toda la vida, pero es aún más intenso en esas edades, ya que estamos más expuestos a lo que los demás puedan opinar de nosotros.
LA BUSQUÉ CON LA MIRADA
Creo que me gustó desde siempre. Intuía que ahí no había nada que hacer, pero bueno, soy testarudo y seguía albergando esperanzas. Siempre pensé que había algo, una chispa, una pasión enterrada bajo kilómetros de piel y sangre. Y así era.
Siempre había una mirada furtiva, un roce casual con la mano, incluso un suspiro prolongado por su parte si la tocaba accidentalmente, o después de saludarla y darle dos besos. Ella, aunque recatada, siempre dejaba una sutil pista. Pero yo, claro, no me atrevía a considerarlas en serio. Por fin, un día me armé de valor. Me dije a mí mismo que bien valía sacrificar una gran amistad por un amor así, que bien podía soportar que me dejara de hablar, que me dejara de mirar. Sólo imaginar que no iba a tenerla cerca nunca más, que no iba a oír su voz ni oler su suave fragancia, tan característica, me ponía los pelos de punta, me aterraba. Valía la pena. Me lancé.
La invité a salir. Le pregunté si quería tomar un café conmigo, después del instituto, en un bar que conocía. Lo planeé todo. Era un bar muy modesto, recatado, sin bullicios. Ella, modosita, dijo que sí, mostrando más timidez de la que me tenía acostumbrado. ¿Significaba eso algo? No lo sé, pero apenas podía disimular mi euforia.
Al terminar las clases, la busqué con la mirada por el pasillo, hasta que la vi. Estaba sola, parecía esperarme. Apenas pude balbucear un torpe saludo y ella respondió con una sonrisa modesta. Nos fuimos al bar.
Una vez allí, traje dos cafés de la barra. Nuestra mesa, alejada de la puerta, era muy tranquila, pese a que en el bar había más gente de la que tenía prevista. Durante nuestra estancia allí, hablamos de variados temas. De cómo había salido ella de su última relación, medianamente duradera e intensa. No quise que la conversación se centrara en este tema, y empecé a hablar de sus hobbies. Le gustaba la misma música que a mí, salir a caminar por el monte, los atardeceres, la lluvia, esas cosas… No le hice demasiado caso. Además, seguía nervioso, y creo que ella lo notaba.
Cuando acabamos el café, me propuso dar una vuelta. Acepté, no viendo el momento de confesarme muy cercano. Paseamos por un parquecillo no muy lejos. Como era miércoles, no había peligro de encontrarnos con nadie conocido, y eso me aliviaba tremendamente. De pronto, mientras caminábamos, y seguíamos hablando, se acercó a mí más de lo que esperaba, y se pegó a mi costado. Yo, sorprendido, casi paralizado, no supe cómo responder, hasta que me pasó su brazo por la cintura, a lo que respondí pasando el mío por su hombro. Creo que el corazón iba a salírseme del pecho en ese momento.
No puedo recordarlo exactamente, pero creo que la conversación se detuvo casi al instante. En ese momento sobraban las palabras. Seguíamos andando callados, hasta que ella se paró. La miré y vi en sus ojos el mismo brillo que había en las miradas furtivas, el mismo tono verdoso que me volvía loco. Tiró de mi manga, muy suavemente, indicando que bajara la cabeza, en dirección a ella. Creía que me iba a decir algo en voz baja, pero cuando acerqué mi cara a la suya, me besó.
Me besó y se detuvo el tiempo. Un beso que duró años y alimentó todos mis sueños, mi alma y todo mi ser. Mi cabeza estaba ausente de todo pensamiento y carente de toda necesidad. Sólo una cosa me ligaba al mundo terrenal: Sus labios, dulces, dulcísimos, carnosos, llenos de escarcha que recogían los míos, henchidos de luz. Acariciaba con una mano su pelo sedoso y oscuro y con la otra su espalda, curvada graciosamente, formando el más erótico de los arcos. No existen palabras para expresar lo que las emociones no pueden repetir. Sólo sé que me besó. Me besó, y se detuvo el tiempo.
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