Hace apenas unas semanas tuve la oportunidad de visitar por primera vez
la ciudad de los rascacielos, me vine con una buena impresión en general, por
la majestuosidad de sus edificios, lo variopinto de sus gentes, la grandeza de
Central Park, las magníficas colecciones de arte reunidas en el MOMA y el Museo
Metropolitano...Por falta de tiempo, o quizás para justificar una visita más
tranquila en el futuro, dejé algunos lugares sin ver.
Quiero reflejar aquí lo
desagradable que resultan los exhaustivos controles de seguridad que realizan
las "autoridades" aeroportuarias, tratan a todos los viajeros como
potenciales terroristas, total por dos torres que cayeron hace unos años en un
atentado que todavía hay quien duda si fue autoinfligido para cargar dentro y
fuera de tierras norteamericanas contra todo lo que huela a islamista. Lo más
bochornoso es el documento que te hacen firmar, en él tienes que declarar que
no eres un asesino ni perteneces a ninguna organización política subversiva, lo
hacen así porque si cometes algún acto punible en su territorio, castigan con
mayor gravedad el hecho de haber mentido que el comportamiento delictivo en sí,
¿Hipocresía, cinismo...?
Dejaré para otra entrada de este blog mi opinión sobre la "Inteligencia"
americana, sus prácticas "protectoras" en lugares conflictivos del
globo terráqueo y su participación en el Nuevo Orden Mundial que algunas élites
internacionales promueven desde hace muchos años.
Tras un largo, tedioso y agotador viaje de vuelta desde el aeropuerto
JFK hasta la Terminal 4 de Barajas, me desplacé en un tren de cercanías hasta
la estación de Atocha, bellamente remodelada a raíz de los atentados de hace
unos años. Tenía que esperar allí unas horas hasta la llegada de una amiga que
volvía de Nueva York en otro vuelo más tardío, para viajar juntos en AVE a
nuestra ciudad de destino. Los primeros efectos del jet lag empezaban a
manifestarse, así que, me acomodé en una silla para devorar un suculento
desayuno preparado con esmero por una simpática señorita en uno de los bares de
la estación, me dijo que era su primer día de trabajo, quizás por ello suplía
su inexperiencia con una amabilidad inusitada en este tipo de establecimientos.
Eran las siete y cuarto de la mañana y ya había en la estación bastante
movimiento de viajeros, tenía que permanecer vigilante del equipaje, una
cabezada podía resultar peligrosa para la seguridad de mis pertenencias. Tras
una hora de descanso, que aproveché para hojear el periódico matutino y
contestar algunos correos electrónicos, cargué con los bártulos y salí al
exterior del edificio para fumar el primer cigarrillo después de más de doce
horas. A falta de bancos me senté en un poyete de cemento que bordeaba una
pequeña zona ajardinada, no era muy cómodo pero las piernas apenas me
sostenían. El ir y venir de gente era incesante, muchas personas pasaban por mi
lado apresuradamente haciendo rodar sus maletas, para no perder el tren que les
llevaría a saber qué destino, otros se arremolinaban a mi alrededor, imitando
el gesto que yo había hecho unos segundos antes, de encender un pitillo,
algunos mendigos se acercaban con mirada victimosa a los allí presentes
solicitando alguna moneda que les permitiera desayunar algo.
A lo lejos divisé a un hombre bien vestido, espalda encorvada y de edad
avanzada, iba también demandando algo a los transeúntes, pero estos apenas
reparaban en su presencia y seguían su camino esquivándole como si formara
parte del mobiliario. Con paso trémulo, el anciano fue acercándose hasta donde
yo estaba, finalmente se dejó caer en el mismo poyete, a apenas dos metros de
mí. Con mano temblorosa se rebuscaba en los bolsillos interiores de su
chaqueta, sacó un ajado mechero y su temblor aumentó al comprobar que no le
quedaba tabaco en la cajetilla metálica que extrajo de otro bolsillo, con gesto
de contrariedad cruzó su mirada con la mía. Le extendí uno de mis cigarrillos y
lo tomó esbozando una sonrisa, con dificultad reculó hacia mí y me dio las
gracias, encendió el pitillo y dio una profunda calada y me dijo:
- Cuánto tiempo sin saborear uno de éstos, mi esposa sólo me permite
comprar tabaco de liar y del más barato-. Sin dudarlo le ofrecí mi paquete para
que lo guardara, al principio lo rechazó, pero lo pensó mejor y con gesto
pícaro lo introdujo en el bolsillo del pantalón junto con el encendedor. Sin
que yo le dijera nada empezó a explicarme con todo lujo de detalles sus
circunstancias personales:
- No crea que me resulta agradable salir cada mañana a pedir limosna,
pero es que mi esposa y yo lo estamos pasando muy mal, ella tiene Alzheimer y
una artrosis que apenas le permite moverse. Vinimos de Argentina hace siete
años, allí hemos vivido cincuenta años y no nos iba mal, yo daba clases en un
instituto de secundaria y ella tenía un puesto de secretaria en una empresa
cárnica. Con el corralito perdimos todos nuestros ahorros, y entre las
pensiones de ambos apenas tenemos para comer. Vivimos en la tercera planta de
un edificio sin ascensor. A mis setenta y nueve me cuesta trabajo andar y mi
Parkinson incipiente me dificulta realizar muchas tareas. Al principio de
llegar a Madrid, mi nuera nos echaba una mano o nos mandaba de tanto en tanto
una asistenta que hacía la limpieza y preparaba comida para varios días, pero
hace dos años que se trasladaron a La Coruña donde a mi hijo le ofrecieron un
buen trabajo, bastante tienen los pobres, siempre estaremos agradecidos a él y
a Lola, su mujer, nos llaman casi todos los días por teléfono y nos mandan algo
de dinero cuando pueden.
- Tengo otra hija en Argentina, en Rosario concretamente, se llama
Isadora, por Isadora Duncan, mi esposa siempre fue una enamorada de la danza,
la idolatraba desde niña. De hecho, mi hija estudió nueve años en el conservatorio
y baila muy bien, pero nunca lo ha hecho de forma profesional, se casó muy
pronto y a su marido no le gustaba que se exhibiera en público, se separaron
hace quince años y vive de forma un tanto precaria allá.
Aunque le escuchaba atentamente, no en vano su discurso me resultaba muy
interesante, creyó que me estaba dando mucho la tabarra y no sin esfuerzo se
levantó y me dijo:
- Ha sido usted muy amable, no encuentra uno con frecuencia personas tan
generosas, y hablar con usted me ha reconfortado. Ahora tengo que proseguir con
mi tarea, a ver si consigo al menos cinco o seis euros y puedo comprar algo
para comer.
Sin decir nada, saqué un billete de diez euros de mi cartera y se los
ofrecí. Nuevamente intentó rehusar mi
ayuda, pero ante mi insistencia los guardó en su chaqueta y emprendió la marcha
hacia la calle, cuando había recorrido unos cuantos pasos, se giró sobre sí
mismo y me dijo:
- Con lo que usted me ha dado, tengo suficiente para dos días, así que
me vuelvo a casa que mi señora me lo agradecerá. Adiós señor, y que Dios le
bendiga.
Me despedí de él y cuando vine a darme cuenta se había alejado tanto, a
pesar de su lento y trémulo paso, que no alcanzó a oírme cuando le requerí que
me dijera su nombre, así que lo recordaré como "el argentino de
Atocha".