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Tristán e Isolda es una leyenda celta, incorporada al ciclo arturiano, que cuenta la historia de amor entre un joven llamado Tristán y una princesa irlandesa llamada Isolda. La principal característica de la historia se basa en mostrar un idilio extraordinario, que escapa de todas las normas y de los sentidos morales, centrando su atención en los sentimientos de los protagonistas. |
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La
hermosa leyenda de Tristán e Iseo (Isolda)
LUIS ANTONIO DE VILLENA - 11 OCT 1978
«Señores, ¿os agradaría oír un
hermoso cuento de amor y de muerte?». Así comienza el relato de una de las más
bellas leyendas que nos ha legado la Edad Media. Aquel portentoso siglo XII, de
goliardos, trovadores y cruzadas, aquel siglo de carroña y lujos, donde la
magia tenía vida junto a la realidad más sórdida, vio surgir -literariamente-
la historia de Tristán y de la reina Iseo (Isolda), la de los cabellos de oro,
jóvenes ambos y ambos muy bellos. Denis de Rougemont ha creído que en el avatar
de estos amantes está el inicio del amor-pasión, y el inicio básico del
concepto del amor en Occidente.
La historia es trágica, Tristán (cuyo nombre tiene que ver, evidentemente, con tristeza) es hijo de la reina Blancaflor y de Rivalin, rey de Leonís. Pero su padre ha muerto en batalla, y su madre muere nada más nacer él. Ese sino le marca.
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Odiado al principio por Isolda (hija del rey de Irlanda, a
cuyo hermano Tristán dio muerte), un bebedizo de amor les hace enamorarse
ardientemente cuando la rubia Isolda es llevada como esposa al rey Marcos. Tristán e Isolda tendrán así la historia de un adulterio y también de una caballeresca fidelidad. Pues, aunque
tras muchas peripecias Marcos perdone a los amantes éstos deciden separarse
fielmente, para que su amor imposible no traiga desdicha a otros (y porque la
situación adúltera, cabe agregar, no era viable sino en secreto). Pero cuando
Tristán va a morir en Bretaña -nostálgico siempre de Isolda, a la que ha ido a
ver, oculto - la manda llamar. Por una treta, él ha muerto cuando ella llega,
pero condenados por el filtro a amarse siempre, Isolda morirá sobre el cadáver
del hermoso joven, y sobre sus tumbas crecerán viñas que se enlazarán luego.
Tristán e Isolda, cuyas primeras
versiones incompletas del siglo XII, se deben al francés Béroul y al inglés
Thomas, es en realidad una enigmática y sorprendente mezcla de mundos. Está el
mundo cortés de Provenza; está el eco mítico de la materia de Bretaña, con sus
paladines y sus magias; está la vieja leyenda gaélica o céltica, con bosques
húmedos y sortilegios, y están también los cuentos orientales, tan activos en
su difusión medieval. Todo ello, sutil y hábilmente combinado en una historia
que toca todos los encantos de lo erótico, la leyenda y el misterio. Tristán e
Iseo es, sin duda, un símbolo de amor, y tiene mucho que ver -más allá del
bello relato- con nuestro concepto de esa enfermedad.
LA HISTORIA DE TRISTÁN E
ISOLDA
LAS MOCEDADES DE TRISTAN
Señores, ¿os gustaría oír una bella historia de amor y muerte? Es de
Tristán y de la reina Isolda. Escuchad cómo con gran alegría y dolor se amaron
y luego murieron en un mismo día, él por ella, ella por él.

En tiempos antiguos, el rey Marcos reinaba en Cornualles. Rivalén, rey
de Leonís, al saber que los enemigos de Marcos le hacían la guerra, cruzó el
mar para ir en su ayuda. Lo sirvió con la espada y con sus consejos, tal como
habría hecho un vasallo, y con tal fidelidad que Marcos le dio en recompensa a
la bella Blancaflor, su hermana, a quien el rey Rivalén amaba con intenso amor.
La tomó por esposa en la iglesia de Tintagel. Pero apenas la hubo desposado, le
llegó la noticia de que su antiguo enemigo, el duque Morgan, había atacado
Leonís y reducía a ruinas sus aldeas, campos y ciudades. Rivalén aparejó las
naves a toda prisa y se llevó a Blancaflor, que estaba encinta, hacia su lejana
tierra.
Desembarcó delante de su castillo de Kanoel y confió la reina al cuidado
de su mariscal Rohalt, a quien, por su gran lealtad, todos llamaban Rohalt el
Mantenedor de la Fe. Luego, habiendo reunido a sus barones, Rivalén partió a la
guerra.
Blancaflor lo estuvo esperando largo tiempo, pero el rey no regresó
jamás. Un día, la reina se enteró de que el duque Morgan lo había matado a
traición. No lloró; no hubo gritos ni lamentos, pero sus miembros se
debilitaron hasta quedar inútiles; su alma concibió un fuerte deseo de
separarse del cuerpo. Rohalt se esforzaba en consolarla:
—Mi reina—le decía—, nada se gana
arrastrando luto tras luto; ¿acaso no debe morir todo aquel que ha nacido? ¡Que
Dios acoja a los muertos y proteja a los vivos!
Tristan & Isolda trailer sub español
Pero ella no quiso escucharlo. Tres días esperó para ir a reunirse con
su amado señor. Al cuarto día, dio a luz a un niño y, tomándolo en brazos, le
dijo:
—Hijo mío, durante mucho tiempo he
deseado tenerte; ahora estoy viendo a la más hermosa criatura que haya nacido
de mujer. Triste te doy a luz y triste es la primera caricia que te hago. Por
tu causa tengo una tristeza que me matará. Y como has venido al mundo con
tristeza, te llamarás Tristán.
Cuando hubo dicho estas palabras, besó a su hijo y, acto seguido,
expiró.
Rohalt el Mantenedor de la Fe recogió al huérfano. Los hombres del duque
Morgan ya estaban rodeando el castillo de Kanoel. ¿Cómo habría podido Rohalt
mantener la guerra por mucho tiempo? Con razón dice el refrán: «Desmesura no es
proeza». Tuvo que rendirse a la merced del duque Morgan. Pero por miedo a que
Morgan matara al hijo de Rivalén, el mariscal lo hizo pasar por hijo propio y
lo educó entre los suyos.
Transcurridos siete años, cuando llegó el momento de separarlo de las
mujeres, Rohalt confió a Tristán a un sabio maestro, el buen escudero Gorvenal.
Éste le enseñó en pocos años las artes que deben saber los caballeros. Le
instruyó en el manejo de la espada, el escudo y el arco, le enseñó a lanzar
discos de piedra, a cruzar de un salto los más anchos fosos, a odiar cualquier
mentira y toda traición, a socorrer a los débiles, a mantener la fe dada. Le
educó en los diversos modos de canto, en el arte de tocar el arpa y en el de la
montería, y cuando el muchacho cabalgaba entre los jóvenes escuderos, parecía
que su caballo y él no formaran más que un solo cuerpo, y no hubieran estado
nunca separados. Al verlo tan noble y orgulloso, tan ancho de espaldas y fino
de talle, fuerte, fiel y valeroso, todos felicitaban a Rohalt por tener aquel
hijo. Pero Rohalt, pensando en Rivalén y en Blancaflor, cuya belleza pervivía
en el joven, amaba a Tristán como si fuera su hijo y en secreto lo veneraba
como a su señor.
Pero toda su alegría le fue arrebatada el día en que unos mercaderes
atrajeron a Tristán a su nave y se lo llevaron prisionero. Mientras los
raptores navegaban hacia tierras desconocidas, Tristán se debatía como un joven
lobo que ha caído en una trampa. Pero es verdad y lo saben todos los marineros:
el mar lleva a disgusto las naves desleales y no es de ayuda en raptos y
traiciones. Así, el mar se revolvió furioso, cubrió de tinieblas la nave y la
llevó a la aventura durante ocho días y ocho noches. Por fin, los marineros divisaron
a través de la niebla una costa erizada de acantilados y arrecifes en los que
el mar parecía querer romper el navío. Los malhechores se arrepintieron, y
conociendo que la ira del mar se debía al infausto rapto de aquel muchacho,
juraron liberarlo y prepararon un bote para dejarlo en la orilla. En el acto,
los vientos y las olas amainaron y, mientras la nave de los raptores
desaparecía en la lejanía, las ondas tranquilas y alegres llevaron la barca de
Tristán hasta la arena de una playa.
Tristán, con gran esfuerzo, escaló el acantilado y vio que, más allá de
una llanura ondulada y desierta, se extendía un bosque interminable. Se estaba
lamentando porque echaba de menos a Gorvenal, a su padre Rohalt y la tierra de
Leonís, cuando el lejano griterío de una cacería alegró su corazón. En el
límite del bosque apareció un hermoso ciervo. La jauría y los monteros bajaban
en su persecución con gran algarabía de voces y trompas. Pero cuando los perros
ya tenían agarrado al ciervo, clavados los dientes en el cuero de su cruz, el
animal, a pocos pasos de Tristán, dobló los jarretes y exhaló un bramido. Un
montero lo remató con una estaca. Mientras los monteros, alineados en círculo,
avisaban de la captura llamando con el cuerno, Tristán vio con asombro que el
maestro montero hacía un profundo corte en el cuello del ciervo, como si
quisiera separarlo del cuerpo.
—¿Qué hacéis, señor? —exclamó
Tristán—. ¿Acaso se debe descuartizar a un animal tan noble como si fuera un cerdo
degollado? ¿Es ésta la costumbre del país?
—Hermano—respondió el montero—, ¿de
qué te sorprendes tanto? Sí, primero separo la cabeza del ciervo, después
cortaré el cuerpo en cuatro partes y las llevaremos colgadas del arzón de
nuestras sillas al rey Marcos, nuestro señor. Así lo hacemos nosotros, así lo
hicieron siempre los hombres de Cornualles, desde los tiempos de los más
antiguos monteros. Sin embargo, si conoces alguna costumbre mejor, enséñamela.
Toma este cuchillo, hermano, y con placer aprenderemos.
Tristán se arrodilló y desolló el ciervo antes de descuartizarlo; luego
despedazó la cabeza dejando intacto, como es debido, el hueso sacro; después
cortó las extremidades, el morro, la lengua, las criadillas y la vena del
corazón.
Los monteros y lacayos de jauría,
inclinados sobre él, lo miraban embelesados.
—Amigo mío—dijo el maestro montero—,
tus costumbres son muy buenas. ¿En qué tierras las aprendiste? Dinos tu nombre
y tu país.
—Señor, me llaman Tristán, y aprendí
estas costumbres en mi país, Leonís.
—Tristán—dijo el montero—, que Dios
recompense al padre que tan noblemente te educó. Sin duda será un caballero
rico y poderoso.
Pero Tristán, que sabía cuándo convenía hablar y cuándo callar,
respondió con astucia:
—No, señor, mi padre es un mercader.
En secreto abandoné su casa en una nave que partía para comerciar en países
lejanos, pues quería saber cómo se comportan los hombres de otras tierras. Pero
si me aceptáis entre vuestros monteros, señor, os seguiré gustoso y os enseñaré
otros placeres de la montería.
—Buen Tristán, me asombra que exista
una tierra en la que los hijos de los mercaderes saben lo que en otros lugares
ignoran los hijos de caballeros. Pero si lo deseas, acompáñanos y sé
bienvenido. Te llevaremos junto al rey Marcos, nuestro señor.
Tristán terminó de despedazar el ciervo. Dio a los perros el corazón,
los despojos de la cabeza y las entrañas, y enseñó a los cazadores cómo debe
prepararse la porción que corresponde a los perros y la que sirve para cebos.
Después clavó en sendas horcas los trozos bien divididos y los entregó a los
distintos monteros: a uno la cabeza, a otro la grupa y los grandes filetes, a
éste los hombros, a aquél las ancas y al otro el grueso de los lomos. Les
enseñó cómo debían colocarse de dos en dos para cabalgar en buen orden, según
la nobleza de las piezas de montería ensartadas en las horcas.
Entonces emprendieron el camino charlando, hasta que por fin
distinguieron un hermoso castillo. Estaba rodeado de prados, jardines, fuentes,
pesquerías y tierras de labor. En el puerto entraban numerosas naves. El
castillo se erguía sobre el mar, fuerte y bello, bien preparado contra cualquier
asalto y todas las máquinas de guerra; y su torre del homenaje, que antaño
edificaron unos gigantes, estaba hecha con bloques de piedra grandes y bien
tallados, dispuestos como un tablero de ajedrez en verde y azul.
Tristán preguntó el nombre de aquel castillo.
—Lo llaman Tintagel, buen amigo.
—Tintagel—repitió Tristán—, ¡que Dios
te bendiga a ti y a tus moradores!
Fue en este castillo donde tiempo
atrás, con gran alegría, su padre Rivalén se había casado con Blancaflor. Pero
esto, ¡ay!, Tristán no lo sabía. Cuando llegaron al pie de la torre del homenaje, el sonido de los
cuernos de los monteros atrajo hasta la puerta a los nobles y al mismo rey
Marcos. El montero mayor le contó al rey lo
que había ocurrido, y éste admiró aquella cabalgata, el ciervo tan bien
despedazado, y el hermoso sentido que tienen las costumbres de montería. Pero
admiró sobre todo al gallardo muchacho extranjero, y sus ojos no podían
apartarse de él. ¿De dónde procedía aquella ternura? El rey interrogaba su
corazón y no podía comprenderlo. Señores, la causa de aquella ternura era su
sangre, que se emocionaba y hablaba dentro de él, así como el amor que antaño
sintió por su hermana Blancaflor.
Una noche, después de levantar las mesas, un juglar galés, maestro en su
arte, avanzó entre los señores reunidos y cantó canciones acompañándose con el
arpa. Tristán estaba sentado a los pies del rey y, mientras el juglar
preludiaba una nueva melodía, habló de este modo:
—Maestro, tu canción es hermosa entre
todas; fue compuesta hace años por los bretones para celebrar los amores de
Gaelent. La melodía es dulce, como dulces son sus palabras. Maestro, eres hábil
con la voz, acompaña bien tu canción con el arpa.
El galés cantó y después respondió:
—Muchacho, ¿qué sabes tú del arte de
los instrumentos? Si los mercaderes de Leonís enseñan así a sus hijos a tañer
el arpa, la cítara y la zanfonía, levántate, toma esta arpa y demuestra tu
destreza.
Tristán cogió el arpa y cantó tan
bellamente que los señores se enternecieron al escucharlo. Marcos admiraba al arpista
que había llegado del país de Leonís, adonde años atrás Rivalén había llevado a
Blancaflor. Cuando Tristán hubo terminado su canción, el rey permaneció en silencio
largo rato.
—Hijo mío—dijo por fin—, Dios bendiga
al maestro que te enseñó y te bendiga también a ti. Dios ama a los buenos cantores.
Su voz y la voz del arpa penetran en el corazón de los hombres, evocan sus
recuerdos más queridos y les hacen olvidar penas y maldades. Has venido a esta
casa para nuestra alegría. ¡Quédate mucho tiempo a mi lado, amigo mío!
—De buena gana os serviré,
señor—respondió Tristán—, como arpista, montero y vasallo vuestro.
Así lo hizo, y durante tres años creció en sus corazones un mutuo
afecto. Durante el día, Tristán seguía al rey Marcos en las audiencias o en las
cacerías, y de noche, como dormía en la alcoba real entre los privados y los
fieles, si el rey estaba triste, Tristán tañía el arpa para aliviar su pena.
Los nobles lo querían, y más que todos, tal como os enseñará la
historia, el senescal Dinas de Lidán. Pero el rey lo amaba aún más que los
nobles señores y que Dinas de Lidán. Sin embargo, a pesar de su afecto, Tristán
no hallaba consuelo por haber perdido a su padre Rohalt, a su maestro Gorvenal
y la tierra de Leonís.
Señores, el narrador que quiere agradar no debe hacer los relatos
demasiado largos. La materia de esta historia es hermosa y diversa, ¿de qué
serviría alargarla? Diré pues brevemente cómo, después de haber errado mucho
tiempo por mares y países, Rohalt el Mantenedor de la Fe desembarcó en
Cornualles, encontró de nuevo a Tristán y, mostrando al rey el rubí que años
atrás éste entregara a Blancaflor como regalo de bodas, le dijo:
—Rey Marcos, éste es Tristán de
Leonís, vuestro sobrino, hijo de vuestra hermana Blancaflor y del rey Rivalén.
El duque Morgan posee sus tierras contra la ley, es hora de que el país vuelva
a manos de su legítimo heredero.
Diré en pocas palabras cómo Tristán, después de recibir de su tío las
armas de caballero, cruzó el mar en las naves de Cornualles, se dio a conocer
entre los antiguos vasallos de su padre, desafió al asesino de Rivalén, lo mató
y recuperó sus tierras.
Después pensó que el rey Marcos no
podría vivir feliz sin él, y como la nobleza de su corazón le indicaba siempre
el partido más sabio, mandó llamar a sus condes y barones, y les habló así:
—Señores de Leonís, he reconquistado
este país y he vengado al rey Rivalén con la ayuda de Dios y la vuestra. Así he
restablecido el derecho de mi padre. Pero hay dos hombres, Rohalt y el rey
Marcos de Cornualles, que ayudaron al huérfano y al joven errante, y también a
ellos debo llamarles padre. ¿No debo, pues, restablecer igualmente su derecho?
Un hombre de bien tiene dos cosas propias: su tierra y su cuerpo. Así pues, a
Rohalt, aquí presente, cedo mi tierra: padre, vos la mantendréis y vuestro hijo
la mantendrá después de vos. Al rey Marcos cedo mi cuerpo: abandonaré este país
e iré a servir a mi señor Marcos en Cornualles. Éste es mi pensamiento; pero
vosotros sois mis leales, señores de Leonís, y me debéis consejo; así pues, si
alguno de vosotros quiere indicarme otra resolución, que se levante y hable.
Pero todos los señores lo alabaron entre lágrimas, y Tristán, llevándose
consigo sólo a Gorvenal, aparejó la nave para ir a la tierra del rey Marcos.
Tristán e Isolda. El mito del amor
sublimado por la muerte.
Fernando Herrero
Wagner, "Tristan e Isolda": muerte de Isolda (final de la obra)
Isolda muere de amor. Se extingue en
lo físico para unirse en lo espiritual con Tristán. No hay cuchillos ni
venenos, como en Romeo y Julieta, sino una transfiguración que en la obra de
Richard Wagner adquiere un dramatismo musical sin parangón en la historia de la
ópera.
La melodía infinita, la línea ondulante de una orquestación que proyecta
las olas del mar, quietas y en ebullición, según los momentos, han hecho eterna
y asumible por todas las generaciones una leyenda de siglos.
El folklore universalizado,
como tantas otras veces, superando sus orígenes, comunicando la historia y sus
derivaciones a gentes de todas las nacionalidades y tiempos. Una leyenda con
base grecolatina, pero que nace en la Edad Media, se desparrama por toda
Europa, incluida España, y el propio Valladolid, donde se encontró un infolio
en 1501, para que Wagner, en la madurez de su genio artístico y la vivencia
apasionada de su amor por Mathilde Wessendock, ponga el punto fundamental de
esta leyenda en una larga obra de cuatro horas de duración, en la que la acción
externa se sustituye por la volcánica expresión interna de una pasión que
engloba términos como amor, venganza, traición y muerte, en una especie de
orgasmo artístico que proyecta el físico que no se cumple en escena.
Esta pervivencia del mito en el tiempo histórico se hizo realidad con
unas representaciones memorables de la ópera wagneriana en el Teatro Real de
Madrid, en las que Daniel Baremboin y Harry Kupfer, directores musical y de
escena, pusieron de relieve que la historia de amor y muerte de antaño es capaz
de llegar a todas las sensibilidades, incluido un tiempo actual en el que sólo
la pasión por el dinero y el poder parecen fundamentales y excluyentes.
Desde los remotos orígenes de la leyenda, El Romance de Tristan e Isolda, descubierta en el año 1900, hasta las ediciones de Beroul (1180), Von
Obers en alemán (1190-1200), Thomas d'Angleterre en inglés (1160-1170), estos
amantes han ido decantando su pasión en una universalidad y variedad idiomática
que en el alemán de Richard Wagner se conjuga para la posteridad, desde las
sucesivas y plurales visiones musicales y escénicas que se han sucedido y se
siguen sucediendo. Se encuentran en la ópera los elementos simbólicos, los
filtros de amor y de muerte, la antorcha, el juego de la noche y el día, y
también las situaciones de tensión, la espera, las fidelidades e infidelidades,
la muerte. Estamos con Wagner en el final de la historia de estos dos
personajes, como si la ópera sucediera en un tiempo limitado, algo así como la
noche de Don Glovanni. Isolda nos contará cómo conoció a Tristán. Este, en su
delirio, hablará de su niñez, de su destino trágico. Wagner esencializa la
trama en su conclusión. El viaje por mar, la traición al padre, el sacrificio,
la muerte, la transfiguración.
Wagner - Tristan und Isolde (Barenboim, Ponnelle, 1983)
Muy pocos personajes: Tristán, Isolda, Kurwenal,
Brangania, amos y fieles sirvientes; el rey Marcos, padre espiritual del héroe;
Melot, cortesano amigo y después traidor. La voz de un marinero, un piloto, un
pastor, que crean adecuadas atmósferas. Brevísima intervención de los coros,
figuración mínima. Una mirada pausada, filosófica, que se vierte en largos
monólogos o dúos que exigen a los cantantes e intérpretes unas condiciones
técnicas y artísticas, una resistencia a la fatiga, casi sobrehumana. También
hay que decir que el reparto de esta producción colmó todas las expectativas.
Historia eterna. ¿Cómo abordarla en las mágicas posibilidades actuales
de verterla a través de la historia, la filosofía, el psicoanálisis, o
cualquier otra ciencia metodológica? El discurso wagneriano es compacto y
fluido al mismo tiempo. Desde el acorde inicial, del que tanto se ha escrito,
hasta el último pianísimo, la orquesta es protagonista en los momentos de
plenitud y en los de infinito sosiego. Ella es la conductora de la obra, a la
que tienen que integrarse los intérpretes en un espacio terminado, con unos
signos externos específicos, y la luz que debe contribuir a expresar los
sentimientos de los personajes, tanto desde lo mítico como desde la
interpretación del presente. ¿No experimentamos todos y cada uno de nosotros el
deseo inextinguible de la consecución del amor, y el temor y la incertidumbre
ante la muerte inevitable?
La capacidad del mito de traspasar todos los tiempos y las fronteras ha
encontrado un ejemplo extraordinario en el caso de Tristán e Isolda. Desde su
estreno, esta ópera ha sido objeto de todo tipo de puestas en escena, y de
diversas versiones musicales. Montajes metafísicos y con base psicoanalítica en
el caso de Wieland Wagner, con signos icónicos diferentes en cada acto, la
vela, el tótem, la figura fálica del conclusivo. También Heiner Müller, en su
famoso montaje de los últimos años de Bayreuth, y desde un inmovilismo de los
intérpretes muy diferente del que había conseguido el nieto de Wagner, enlazaba
con el absurdo becketiano y con la ruptura de los países del Este y su
frustrada revolución. Harry Kupfer busca esta vez la expresión de la pasión
física, de la plenitud orgásmica de la partitura, sin recurrir ni mucho menos a
una interpretación realista.
La dirección orquestal de Baremboin, de todo punto magistral, enlaza el
mito con lo físico, lo tremendamente físico, y la estupenda orquesta berlinesa
en sus manos parece concretar la conjunción de los seres más desde el deseo que
desde la realidad física. Diríamos que en cierta forma se vuelve a los
orígenes, a los de la leyenda que Wagner transformó como suya. Hace igualmente
unas interpretaciones muy discutibles sobre esa plenitud de la relación física.
¿Kurwenal ama a Tristán?, ¿Brangania a Isolda?, ¿el rey Marcos a su sobrino y
heredero? Con sutilidad, Kupfer hace que los personajes se toquen, levemente,
pero de forma muy evidente. En una figura de ángel caído con las alas
extendidas, que va rotando en los sucesivos momentos en los que las relaciones
amorosas llegan a la plenitud o al desconsuelo, los actores con cierta dificultad
se sostienen, suben a la superficie rocosa. Se encuentran incómodos, son seres
humanos, no mitos inmovilizados. Es una opción muy interesante, aunque pueda
ser discutible, como siempre que el canon interpretativo es en cierta forma
transgredido.
Pero volvamos a la historia. Un primer interrogante: ¿por qué Wagner se
limita a una narración por boca de los dos protagonistas y del propio Marcos de
las vicisitudes de éstos, y no las proyecta en la escena? En cuatro horas de
duración se podría haber buscado una fórmula que impidiera esa concentración
que a muchos puede parecer monótona. Wagner era dramaturgo y músico, y optó por
lo más difícil, por penetrar con un escalpelo en el fondo del sentimiento
humano. Las teorías de Schopenhauer están presentes, como se ha señalado con
unanimidad, pero al tiempo esa elección de lo espiritual, de los impulsos del
deseo tiene algo de moralista y conservador. La exaltación del deseo se logra
en la unión física de los cuerpos. Wagner tiene miedo de dejarse llevar por esa
fuerza que se fijaría en el sentimiento por encima de la razón, pero tampoco
considera la muerte de los amantes como un castigo, sino como una
transfiguración espiritual. Desde este punto de vista caben muchas reflexiones
sobre este mito, que es posiblemente, con Romeo y Julieta, el espécimen
esencial de esa relación eros-thanatos que constituye nuestro módulo vital.
Wagner elige la trascendencia del espíritu, y en eso se une a las religiones de
este tipo. Su cristianismo tiene mucho de pagano, como se demostrará en
Parsifal, y el eterno retorno sigue siendo uno de los temas recurrentes de su
obra considerada como un todo.
Este montaje, tan sobrio como la propia obra, que cierra la luz salvo
una parte mínima del escenario del fondo, que evita la presencia de los coros
en escena, dejando sólo unos extraños y lejanos figurantes, concentra la acción
en una parte reducida del escenario, enmarcada por ese ángel simbólico y real a
la vez, que es algo mucho más importante que un simple efecto escenográfico. La
dirección de orquesta inflama también a los intérpretes. Elizabeth Connell, de
excepcional voz en todos los registros, como Matti Salminen, extraordinario rey
Marcos, y Siegfried Jerusalem, el Tristán de los años noventa, a pesar de que
su instrumento vocal note el paso de los años, pero no afecte a su talento
interpretativo en el alucinante monólogo del tercer acto, y los demás cantantes
consiguen hacer orgánica una interpretación operística. La emoción surge del
interior, y, por tanto, la comunican a los espectadores a los que la larga
duración de la obra les parece brevísima.
Tristán e Isolda, esos amantes que estuvieron a un paso de una muerte
aceptada como venganza y expiación, y que forman parte de la mitología de la
Edad Media europea, en esa lucha de lo espiritual y lo material, son ya eternos
desde que Wagner escribió su ópera. Para los estudiosos, existen los textos
originales, y ello está muy bien, pero como ocurre en tantos casos, los mitos
que surgen del pueblo se potencian y se enriquecen cuando son transformados en
cualquier forma de arte. ¿Quién conocería la historia de Tristán e Isolda sin
las referencias wagnerianas? Hasta Buñuel utilizó la bellísima música del
preludio y de la muerte de Isolda en sus dos películas surrealistas. Curiosamente,
el realizador baturro comprendió que esta obra de Wagner no era monolítica y
cerrada, sino que incluso desde su audacia armónica encerraba muchas
posibilidades de ser leída y utilizada. El mito, pues, para terminar, siempre
tiene esa facultad de crecer y desenvolverse. Ha sido una suerte que una
representación extraordinaria nos obligue a reflexionar de nuevo sobre la
permanencia de la memoria y su enriquecimiento necesario en el devenir de la
cultura humana.
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