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El camino de los filósofos, o Philosophenweg es un camino tendido en 1817 en las laderas de Heidelberg, a 200 m de altitud. En plena naturaleza, este estrecho sendero alberga numerosas plantas exóticas gracias a su microclima cálido que favorece un florecimiento temprano. |
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Vistas panorámicas de Heidelberg desde el camino de los Filósofos en Alemania
Uno de los grandes atractivos de la histórica ciudad de Heidelberg en Alemania es, sin duda, su bonito emplazamiento. Esta ciudad de gran tradición universitaria configura un conjunto arquitectónico y monumental que se extiende a los pies de una colina muy boscosa y a orillas del río Neckar.
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Vistas de Heidelberg desde el camino de los Filósofos (Philosophenweg) |
Hace algunos años, una tarde de primavera,
sentado en una antigua taberna del Camino de los filósofos, en Heidelberg,
esperaba, como era mi costumbre, a que algo raro sucediera.
En este asunto no siempre me sentía
defraudado; las extrañas ventanas de la taberna, mirando hacia el río Nékar,
dejaban pasar una luz tan misteriosa dentro de la habitación de techo bajo,
especialmente al atardecer, que, de alguna manera, parecía afectar los
acontecimientos en el interior. Sea como sea, he visto cosas curiosas en esta
taberna y me han contado cosas todavía más curiosas.
Mientras
estaba sentado allí, tres marineros entraron en la taberna. Acababan de
regresar, según dijeron, del mar y volvían, con sus pieles quemadas por el sol,
de un larguísimo viaje por el sur; uno de ellos tenía un tablero y piezas de
ajedrez bajo el brazo, y los tres se estaban quejando de que no podían
encontrar a nadie que supiera jugar.
Esto
ocurrió el año en que se celebró el Torneo en España. Un hombre pequeño y
oscuro, sentado en una mesa en una esquina de la habitación, bebiendo achicoria,
les preguntó por qué querían jugar al ajedrez; ellos respondieron que jugarían
contra cualquier hombre por veinte marcos. Luego abrieron su caja de piezas de
ajedrez, un juego de trebejos barato y repugnante, y el hombre se negó a jugar
con unas piezas tan bastas, ante lo cual los marineros sugirieron que quizá él
podría encontrar unas mejores; al final, este fue a su cuarto, que estaba
cerca, trajo las suyas y se sentaron a jugar con veinte marcos como apuesta.
Era una partida en consulta por parte de los marineros; dijeron que los tres
debían jugar. Pues bien, el hombre pequeño y oscuro resultó ser Stankovic.
Fotograma de la película El séptimo sello de Ingmar Bergman
Un caballero regresa de las cruzadas con su escudero. En el camino encuentran la peste que está asolando el territorio. De repente la Muerte se le presenta al caballero, quien desea un plazo, no porque tema morir sino porque quiere un poco de conocimiento. La Muerte le permite jugar con ella al ajedrez, pero no puede darle respuestas.
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Por
supuesto, era increíblemente pobre y veinte marcos significaban más para él que
para los marineros, pero no parecía tener ganas de jugar, así que fueron los
marineros quienes insistieron; había hecho de la mala calidad de las piezas de
ajedrez de los marineros una excusa para no jugar, pero estos habían remediado el problema, de manera que
les dijo directamente quién era. Sin embargo, los marineros
nunca habían oído hablar de Stankovic. Pues bien, no se dijo nada más después
de esto. Stankovic guardó silencio, ya sea porque no quería alardear o porque
le indignaba que no supieran quién era. Por mi parte, yo no veía razón para
poner a los marineros sobre aviso; si se llevaba sus veinte marcos, ellos se lo
habían buscado, y mi admiración sin límites por su genio me hacía sentir que se
merecía cualquier cosa que se le pudiera presentar en el camino. Él no había pedido
jugar, ellos habían decidido la apuesta, él les había advertido y les había
concedido la primera jugada; no había nada injusto en la manera de obrar de
Stankovic.
Nunca antes había visto a Stankovic, pero había jugado casi todas sus
partidas del Campeonato Mundial durante los últimos tres o cuatro años; él era
siempre, por supuesto, el modelo elegido por los estudiosos. Sólo los jugadores
de ajedrez jóvenes pueden apreciar mi regocijo al verlo jugar en directo. Pues
bien, los marineros tenían la costumbre de bajar sus cabezas casi hasta la
altura de la mesa y murmuraban entre ellos antes de cada movimiento, pero lo
hacían tan bajo que no se podía oír lo que planeaban. Perdieron tres peones
casi en el acto, luego un caballo y, poco después, un alfil; estaban jugando,
de hecho, el famoso Gambito de los Tres Marineros.
Stankovic estaba jugando con la confianza natural que, según dicen, era
costumbre en él, cuando, de repente, hacia el decimotercer movimiento, vi que
parecía sorprendido; se inclinó hacia delante, miró el tablero y luego a los
marineros, pero no desentrañó nada en sus rostros distraídos; miró el tablero
de nuevo. Movió las piezas más pausadamente después de esto; los marineros
perdieron otros dos peones, Stankovic no había perdido nada todavía. Me echó una mirada que me pareció
malhumorada, como si fuera a suceder algo que le gustaría que yo no
presenciara. Creí, en un primer momento, que sentía remordimientos por ganar el
dinero de los marineros, hasta que empecé a comprender que podría perder la
partida; vi la posibilidad en su rostro, no en el tablero, pues el juego se
había vuelto casi incomprensible para mí. No puedo describir mi asombro. Unos
cuantos movimientos después, Stankovic renunció. Los marineros no mostraron
mayor euforia que si hubieran ganado algún juego con unas cartas grasientas,
jugando entre ellos. Stankovic les preguntó dónde habían aprendido su apertura.
«Más o menos se nos ocurrió», dijo uno. «Simplemente se nos vino a la cabeza de
algún modo», dijo otro.
Les
hizo preguntas sobre los puertos en los que habían estado. Evidentemente pensaba, al igual que yo, que quizá habían aprendido su extraordinario gambito en
alguna antigua colonia española, de algún joven maestro de ajedrez cuya fama no
había llegado a Europa. Estaba ansioso por descubrir quién podía ser este
hombre, pues ninguno de nosotros se imaginaba que esos marineros se lo hubieran
inventado, como tampoco nadie que los hubiera visto. Pero no obtuvo información
de los marineros. Stankovic no podía permitirse el lujo de perder tanto dinero.
Les ofreció jugar de nuevo contra ellos por la misma apuesta. Los marineros
comenzaron a colocar las piezas blancas. Stankovic precisó que le tocaba a él
hacer el primer movimiento. Los marineros estuvieron de acuerdo, pero siguieron
colocando las piezas y se sentaron frente a las blancas esperando a que él
moviera. Fue un incidente trivial, pero nos reveló a Stankovic y a mí que
ninguno de estos marineros sabía que las blancas siempre mueven primero.
Stankovic les hizo su propia apertura, pensando naturalmente
que si
nunca habían escuchado hablar de él, no conocerían su
apertura, y, probablemente con la firme esperanza de recuperar sus veinte
marcos, jugó la quinta variación con su mañoso séptimo movimiento, o cuando
menos eso se propuso, pero la encaminó hacia una variación desconocida para sus
estudiosos. A lo largo de esta partida, observé atentamente a los marineros y
tuve la certeza, como sólo un observador atento la puede tener, de que el de la
izquierda, Marcus Benz, ni siquiera conocía los movimientos.
Después de que concluí esto, observé únicamente a los otros dos, Adam Bailey y Bill Sloggs, tratando de distinguir cuál era la mente maestra; pero, durante un largo rato, no pude lograrlo. Luego escuché a Adam Bailey murmurar siete palabras, las únicas que escuché
durante todo el juego, de todas sus
conversaciones: «No, esa que tiene cabeza de caballo».
Concluí que Adam Bailey no sabía lo que era un caballo, aunque, por
supuesto, podría haber estado explicándole algo a Bill Sloggs, pero no sonaba
así; de manera que quedaba este último. Lo observé después de esto con cierto
asombro. No se veía más intelectual que
los otros, aunque sí más fuerte quizá. Al pobre Stankovic lo vencieron de nuevo. Pues bien, al final pagué yo
por Stankovic e intenté conseguir un juego con Bill Sloggs solo, pero este no
estuvo de acuerdo: tenían que ser los tres o ninguno. Luego regresé con
Stankovic a su cuarto.
Muy
amablemente me concedió una partida. Naturalmente, no duró mucho, pero estoy
más orgulloso de haber sido vencido por Stankovic que de cualquier partida que
haya ganado en mi vida. Después hablamos durante una hora
sobre los marineros y ninguno de los dos pudo encontrarles ni pies ni cabeza. Le
hablé sobre lo que había notado con respecto a Marcus Benz y Adam Bailey, y
estuvo de acuerdo conmigo en que Bill Sloggs era el hombre, aunque, en lo
relativo a la manera en que había llegado a ese gambito o a esa variación de su
propia apertura, no tenía ninguna teoría. Yo tenía la dirección de los
marineros, que era aquella taberna tanto como cualquier lugar, y ellos iban a estar
allí toda la noche. Como empezaba a anochecer temprano, regresé a la taberna y encontré todavía allí a los tres
marineros.
Tenía que hacer que Stankovic se mantuviera alejado, pues así ellos no
podrían conseguir a nadie para jugar al ajedrez por veinte marcos y yo tampoco
jugaría con ellos, a menos que me dijeran el secreto. Entonces, una noche,
encontré a Marcus Benz borracho, aunque no tanto como él hubiera querido, pues
se les habían acabado los cuarenta marcos; le di casi una botella de whisky, o
lo que pasaba por whisky en aquella taberna del camino de los ingleses, y me
dijo el secreto de inmediato. Yo le había dado a los otros algo de whisky para
mantenerlos tranquilos y, más tarde, durante la noche, debían de haberse ido,
pero Benz se quedó conmigo junto a una pequeña mesa, recostado sobre esta y
hablando bajo, justo en mi cara, con su aliento exhalando todo el tiempo lo que
pasaba por whisky.
Le
propuse a Bill Sloggs cuarenta marcos por una partida con él solo, pero se
negó, aunque al final jugó conmigo a cambio de una copa. Después me di cuenta
de que no había oído hablar de la regla conocida como comer al paso y creía que
el hecho de poner en jaque al rey le impedía enrocar, y no sabía que un jugador
puede tener dos o más damas sobre el tablero al mismo tiempo si corona sus
peones, o que un peón podía convertirse en caballo; e hizo cuantos errores
típicos tuvo tiempo de hacer en una partida corta, que gané yo. Pensé que
averiguaría el secreto entonces, pero sus compañeros, que habían permanecido
sentados frunciendo el ceño todo el tiempo en una esquina, se acercaron y nos
interrumpieron. Era una violación de su pacto, al parecer, que uno de ellos
jugara solo; en cualquier caso, se veían disgustados. Así que dejé la taberna
entonces y regresé al día siguiente, y luego al otro día y al día de después, y
a menudo vi allí a los marineros, pero ninguno estaba en disposición de hablar.
El
viento estaba soplando afuera como suele hacerlo en las pésimas noches de
noviembre, trayendo gemidos del sur, hacia donde daba la taberna con todos sus
cristales emplomados, así que nadie, excepto yo, podía oír su voz mientras
Marcus Benz me revelaba el secreto. Habían navegado durante años, me contó,
junto a Bill Snyth; y, en su último viaje a casa, Bill Snyth había muerto. Lo
habían enterrado en el mar, justo al otro lado de la línea ecuatorial, y sus
colegas se habían dividido su equipo. Los tres se habían quedado con su
cristal, que sólo ellos conocían y que Bill había obtenido una noche en Cuba.
Jugaban al ajedrez con el cristal. Iba a seguir hablándome sobre aquella noche
en Cuba en la que Bill le había comprado el cristal al extraño; sobre cómo
alguna gente podía creer que había visto tormentas, pero que deberían haber
escuchado los truenos de la que había habido en Cuba cuando Bill estaba comprando
el cristal, pues ellos mismos se habían dado cuenta de que no sabían lo que era un trueno.
Pero entonces lo interrumpí, desafortunadamente quizá,
pues cortó el hilo de su narración y comenzó a divagar un rato, a maldecir a otras
personas y a hablar de otras tierras: China, Puerto Saíd y España... Pero lo
hice volver de nuevo a Cuba, finalmente. Le pregunté cómo podían jugar al
ajedrez con un cristal; me dijo que uno miraba el tablero y miraba el cristal,
y se veía el juego en el cristal igual que en el tablero, con todas las
extrañas piececillas idénticas sólo que más pequeñas, cabezas de caballos y
cosas por el estilo; y, en cuanto el otro hombre hacía un movimiento, este
aparecía en el cristal, y entonces el movimiento de uno aparecía después y todo
lo que había que hacer era repetirlo sobre el tablero. Si uno no hacía el
movimiento que había visto en el cristal, las cosas se complicaban en este:
todo se veía horriblemente confuso y yendo de acá para allá rápidamente, y
enfurruñándose y repitiendo el mismo movimiento una y otra vez, y el cristal se
volvía cada vez más turbio.
Era
mejor desviar la mirada entonces o uno soñaba con esto luego, y las horribles
piececillas venían y lo maldecían a uno durante el sueño e iban de acá para allá toda la noche
con sus sinuosos movimientos. Pensé entonces que, a
pesar de lo borracho que él estaba, no me estaba diciendo la verdad, así que le
prometí que le presentaría a personas que habían jugado al ajedrez durante toda
su vida, para que él y sus colegas pudieran ganarse unos buenos marcos cuando
quisieran, y le prometí que no revelaría su secreto ni siquiera a Stankovic si
tan sólo me decía toda la verdad; y esta promesa la mantuve hasta mucho después
de que los tres marineros perdieran su secreto. Le dije con franqueza que no
creía en el cristal. Pues bien, Marcus Benz se inclinó hacia delante, todavía
más sobre la mesa, y me juró que había visto al hombre a quien Bill le había
comprado el cristal y que era alguien para quien todo era posible.
Para
empezar, su cabello era malvadamente oscuro y sus rasgos eran inconfundibles, incluso allá en el sur, y podía jugar al ajedrez con los
ojos cerrados e incluso vencer así a cualquiera en Cuba. Pero había más que
eso, estaba el trato que había hecho con Bill, que le decía a uno quién era.
Había vendido ese cristal a cambio del alma de Bill Snyth. Marcus Benz,
inclinado sobre la mesa con su aliento en mi cara, asintió con la cabeza varias
veces y se quedó en silencio. Comencé entonces a hacerle preguntas. ¿Acaso
jugaban al ajedrez en un lugar tan lejano como Cuba? Respondió que todos lo
hacían. ¿Era concebible que un hombre hiciera un trato como el que Snyth hizo?
¿No era un truco demasiado conocido? ¿Acaso no estaba en cientos de libros? Y
si él no podía leer libros, ¿no debía de haber oído de los marineros que es la
artimaña más habitual del Diablo para apoderarse del alma de los tontos? Marcus
Benz se había echado para atrás en su silla sonriendo tranquilamente ante mis
preguntas, pero cuando mencioné la palabra «tontos» se inclinó hacia delante de
nuevo, puso bruscamente su cara frente a la mía y me preguntó varias veces si
yo había llamado tonto a Bill Snyth.
Al
parecer, esos tres marineros tenían en gran estima a Bill Snyth y Marcus Benz
se encolerizaba cuando oía decir algo en su contra. Me apresuré a decir que era
el trato el que parecía tonto, no el hombre que lo había hecho, por supuesto; y es que el marinero estaba casi amenazándome, lo cual no era de extrañar, pues el whisky de aquella
sombría taberna podría enloquecer hasta a una monja. Cuando le dije que era el
trato el que parecía tonto, sonrió de nuevo; entonces dio un gran puñetazo
sobre la mesa y dijo que nadie había ganado todavía a Bill Snyth, que era el
peor trato que el Diablo hubiera podido haber hecho, pues, de todo lo que había
leído o escuchado sobre este, nunca había salido tan mal parado como la noche
en la que conoció a Bill Snyth en aquella posada, en medio de la tormenta, en
Cuba, dado que él ya tenía el alma más condenada de todos los mares. Bill era un
buen tipo, pero su alma estaba definitivamente condenada, así que había
conseguido el cristal a cambio de nada. Sí, había estado allí y lo había visto
todo en persona: Bill Snyth en la posada española y las velas ardiendo, y el
Diablo entrando y saliendo de la lluvia, y luego el trato entre estos dos
veteranos, y el Diablo saliendo entre los relámpagos, y la tormenta retumbando,
y Bill Snyth sentado, riéndose entre dientes consigo mismo en medio de los
estallidos de los truenos.
Pero
yo tenía más preguntas que hacer e interrumpí esta reminiscencia. ¿Por qué
jugaban siempre los tres juntos?
Una mirada de algo semejante al miedo se dibujó en el rostro de Benz; primero no quiso hablar. Luego me dijo que era por
lo siguiente: no habían pagado por el cristal, sino que lo habían obtenido como
su parte del equipo de Bill Snyth. Si hubieran pagado por él o le hubieran dado
algo a cambio a Bill Snyth, no habría problema, pero no pudieron hacerlo porque
Bill estaba muerto y no estaban seguros de si el antiguo trato podría seguir
siendo válido. El Infierno debe de ser un lugar vasto y solitario, e ir allí solo
debe de ser malo; así que los tres habían acordado que se
apoyarían mutuamente y que utilizarían el cristal entre los tres o que ninguno
lo haría, a menos que uno muriera, en cuyo caso los dos restantes lo
utilizarían y el que se hubiera ido los esperaría.
El
último que se fuera llevaría el cristal consigo o quizá el cristal lo llevaría a
él. Me dijo que ellos no pensaban que fueran el tipo de hombres para el Cielo y
que, más aún, él esperaba que supieran el lugar que les correspondía; pero no
se imaginaban la noción del Infierno solos, si es que tenía que ser el
Infierno. Estaba bien para Bill Snyth, pues no le tenía miedo a nada. Marcus
Benz había conocido tal vez a cinco hombres que no le tenían miedo a la muerte,
pero Bill Snyth no temía al Infierno. Este había muerto con una sonrisa en el
rostro como un niño que duerme; fue la bebida lo que mató al pobre Bill Snyth.
Esta era la razón por la cual yo había vencido a Bill Sloggs: él tenía el
cristal consigo mientras jugábamos, pero no había querido utilizarlo. Aquellos
tres marineros parecían temer a la soledad como algunas personas temen que les hagan daño; él era el único de los
tres que podía jugar verdaderamente al ajedrez, había aprendido para ser capaz
de responder preguntas y mantener su fingimiento, pero lo había aprendido
pésimamente, como yo había podido darme cuenta. Nunca vi el cristal, nunca me
lo enseñaron; pero Marcus Benz me dijo aquella noche que era casi del tamaño de
lo que sería el extremo grueso de un huevo de gallina si este fuera redondo.
Luego cayó dormido. Había muchas otras preguntas que quería hacerle, pero no
pude despertarlo. Incluso tiré de la mesa para que cayera al suelo, pero siguió
durmiendo y toda la taberna estaba oscura a excepción de una vela que ardía.
Fue entonces cuando me percaté, por primera vez, de que los otros dos marineros
se habían ido: no quedaba nadie, excepto Marcus Benz, yo y el siniestro
camarero de aquella curiosa posada, que también estaba dormido. Cuando vi que
era imposible despertar al marinero, salí a la noche.
Al
día siguiente, Marcus Benz no quiso hablar más de ello; cuando volví adonde
Stankovic, lo hallé poniendo ya sobre el papel su teoría sobre los marineros,
que llegó a ser aceptada por los jugadores de ajedrez, según la cual uno de
ellos había aprendido su curioso gambito y los otros dos habían aprendido todas
las aperturas defensivas, al igual que el juego en general. Aunque, quién se
los enseñó, nadie pudo saberlo, a pesar de las investigaciones que se hicieron
después por todo el Pacífico Sur. Nunca obtuve más detalles de parte de ninguno
de los tres marineros; estaban siempre demasiado borrachos para hablar o no lo
suficiente para ser comunicativos. Al parecer, yo simplemente había atrapado a
Marcus Benz en el momento justo. Pero mantuve mi promesa: fui yo quien los
presentó al Torneo y menudo lío montaron con las reputaciones establecidas.
Así
continuaron durante meses, sin perder nunca una partida y jugando siempre a
cambio de sus veinte marcos de apuesta. Solía seguirlos a dondequiera que iban, simplemente por verlos
jugar. Eran más maravillosos que Stankovic, incluso en su juventud. Pero entonces se tomaron libertades
como sacrificar su reina cuando jugaban contra ajedrecistas de primera clase.
Y, al final, un día, cuando los tres estaban borrachos, jugaron contra el mejor ajedrecista de Alemania
con tan solo una hilera de peones. Ganaron la partida satisfactoriamente. Pero
la bola se rompió en mil pedazos. Nunca había olido un hedor semejante en toda
mi vida. Los tres marineros lo asumieron de manera bastante estoica, se enrolaron
en diferentes barcos y regresaron al mar, y el mundo del ajedrez perdió de vista, confío que para
siempre, a los más extraordinarios
jugadores que se haya conocido, quienes podrían haber echado a perder el juego
por completo.

Foto de un desconocido de Bobby Fischer, que fue tomada en 1968. El lugar es Vinkovci, entonces Yugoslavia, ahora Croacia. Fischer es considerado por muchos, entre los que me incluyo, el mejor jugador de ajedrez de la historia. A su maestría añadia una genialidad y una capacidad de improvisación fuera de lo común, con todo ello derrotó a los genios de la escuela rusa en innumerables ocasiones, ante la mirada atónita de los miembros del equipo de preparadores soviéticos.
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