Me hago eco en esta entrada de dos artículos muy controvertidos
aparecidos días pasados en la prensa española. Sus contenidos son interesantes
y deberían llevarnos a una reflexión profunda sobre la crisis del coronavirus
que tanto está afectando a todos los ciudadanos del mundo, oriental y
occidental.
El miedo se ha adueñado de las
calles de nuestras ciudades y como borregos aceptamos todo lo que se nos indica
desde las "alturas".
Espero que de todo esto salgan cosas positivas y en un futuro no muy
lejano nos replanteemos nuestro estilo de vida, también espero que se depuren
responsabilidades y se aclare el verdadero origen del bichito bautizado como
COVID 19.
El primer artículo apareció en
TRIBUNA.ES
El segundo es de David Trueba y
apareció en EL MUNDO.
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Durante el año pasado se registraron
en España 277.000 casos de cáncer. La mitad de los enfermos morirán en un plazo
inferior a cinco años, sufriendo durante el resto de su vida un calvario
indecible de idas y venidas al hospital, de quimio y radioterapia, de dolor y
sufrimiento y de miedo indescriptible. En una sociedad avanzada y civilizada,
las investigaciones para curar o paliar el cáncer, las enfermedades cardíacas y
las degenerativas deberían ocupar un lugar preeminente, dedicándoles todos los
medios económicos posibles. Del mismo modo, en un mundo civilizado y justo,
la Organización Mundial de la
Salud, en vez de callar, debería denunciar los precios altísimos de los
tratamientos para esas enfermedades que están arruinando a los sistemas
estatales de salud, declarar la libertad de todos los países para copiar
cualquier medicamento que sirva para mejorar la calidad vida de los enfermos y
condenar el reparto mafioso y monopolístico de los nuevos tratamientos por
parte de los grandes laboratorios. No lo hace, mira para otro lado, y la
curación de esas enfermedades que tanto dolor causan a tantísima gente se
pospone hasta que la mafia quiera.
El año pasado murieron en España por
accidente laboral casi setecientas personas, resultando heridos de gravedad o
enfermos debido al trabajo varios miles de personas. Las causas están claras,
precariedad laboral, jornadas interminables, destajo, escasas medidas de
seguridad y explotación. Ningún organismo estatal ni mundial alerta sobre el
deterioro de las condiciones de trabajo ni de esas víctimas, que podrían
haberse evitado con muy poca inversión, tampoco abren los telediarios ni ocupan
apenas nada de su tiempo.

No creo que nada de lo que pasa en el mundo
sea por casualidad, ni que los informativos ignoren inocentemente el número de
muertos por guerras absurdas que cada año asolan al mundo de los pobres.
En 2019, seis mil españoles murieron de gripe, una enfermedad tan común
como el sarampión que mata todos los años a miles de personas en África, sin que la OMS exija a
los Estados miembros que aporten las vacunas necesarias -que valen cuatro
perras- para evitar ese genocidio silencioso. Al fin y al cabo, la mayoría son
negros.
En 2018, más de cuarenta mil personas murieron en España por la contaminación
ambiental, siendo directamente atribuibles a esa misma causa el fallecimiento
de ochocientas mil personas en la Unión
Europea y casi nueve millones en el mundo, aparte de los millones y
millones que padecen enfermedades crónicas que disminuyen drásticamente su
calidad de vida.
En 2017 más de seis millones de niños murieron de hambre en el mundo
mientras en los países occidentales se tiran a la basura toneladas y toneladas
de alimentos. Ese mismo año, más de dos mil millones de personas trabajaron
jornadas superiores a 15 horas por menos de 10 euros al día. Ningún
informativo, ningún periódico, ninguna radio habla apenas de esa tragedia que
martiriza a diario a media humanidad y amenaza con llevarnos a todos a
condiciones de vida insufribles.

La suspensión del Congreso Internacional de
Móviles de Barcelona -Congreso que probablemente no se vuelva a celebrar tal
como lo hemos conocido en años sucesivos- no se debió al coronavirus, sino a la
exhibición que las grandes tecnológicas chinas iban a hacer sobre sus avances
en el 5G.
Hace unas semanas surgió en una región de China un virus que causa neumonía y tiene una incidencia
mortal menor al uno por ciento. Los medios de comunicación de todo el mundo,
acompañados con las redes sociales de la mentira global, decidieron que ese era
el problema más terrible que había azotado al mundo desde los tiempos de la
peste bubónica del siglo XIV que diezmó la población de Europa en casi un
tercio. No hay telediario, portada de periódico por serio que sea o red social
en la que el coronavirus no ocupe un lugar preferente y reiterativo hasta la
saciedad, como si no tuviésemos bastante con las enfermedades ya conocidas que
matan de verdad a muchísima gente después de largos periodos de sufrimiento y
tortura vital. Nadie sabe con certeza cómo surgió ese nuevo virus, tampoco si
es nuevo, lo que cuentan los especialistas es que apenas mata ni deja secuelas
importantes. Pese a ello, a que lo saben, los informativos siguen creando
alarma a nivel mundial. ¿Por qué?
Nada de lo que pasa en el mundo es por casualidad, ni es creíble que los
informativos ignoren inocentemente el número de muertos por guerras absurdas
que cada año asolan al mundo de los pobres. Vivimos un tiempo de relevos, la
potencia hegemónica -Estados Unidos-
tiene por primera vez desde el final de la Guerra Fría un serio competidor que se llama China. Ese competidor fue alimentado
desde los años ochenta por las potencias occidentales debido a su enorme
población, a su pobreza y a los salarios bajísimos de sus trabajadores. Han
pasado cuarenta años y lo que entonces pareció una decisión magnífica para
acabar con los “estados del bienestar”, abaratar costes e incrementar riquezas
de modo exponencial, ha tomado otro cariz y ahora esa potencia pobre produce
casi el 18% de todo lo que se fabrica en el mundo y está en disposición de dar
el gran salto que la coloque como primera potencia mundial, algo que será
inevitable haga lo que haga Trump y
sus amigos porque tienen el capital, la tecnología y la mano de obra necesaria.
La suspensión del Congreso
Internacional de Móviles de Barcelona -Congreso que probablemente
no se vuelva a celebrar tal como lo hemos conocido en años sucesivos- no se
debió al coronavirus, sino a la exhibición que las grandes tecnológicas chinas
iban a hacer sobre sus avances en el 5G. Se trataba de impedir de cualquier
manera que los chinos pudiesen demostrar que hay campos en los que ya están por
delante de Estados Unidos y,
por supuesto, de Europa. No hay otra explicación ni otra razón. Con la
cancelación del congreso de Barcelona y
la información apocalíptica sobre las consecuencias de la expansión del
coronavirus se daba un paso más en la nueva guerra fría que se ha inventado
Donald Trump, dejando claro a China que todo vale en la guerra y que su ascenso
al primer puesto les va -nos va- a costar sangre, sudor y lágrimas.
El coronavirus es una enfermedad que no arroja datos alarmantes, primero
porque no se expande al ritmo de las grandes epidemias que ha sufrido el mundo,
segundo porque tampoco los porcentajes de mortandad son equiparables a los de
otras plagas como la “gripe española”. Sin embargo, y dentro de un lenguaje
medieval, se está intentando crear pánico a escala global y por eso cada día
nos cuentan el nuevo caso que se ha descubierto en Italia, Croacia, Malasia o Torrelodones, uno por uno, haya dado muestras de quebranto o no.
Se trata de alimentar el bicho del miedo a escala global con fines
estrictamente políticos y económicos, y nunca antes como hoy, en la sociedad de
la desinformación, han existido tantos medios para imponer las mentiras como
verdades absolutas al servicio de intereses bastardos. El coronavirus no es el
fin del mundo ni nada que se le parezca, es una enfermedad normal, como tantas
y con poca mortandad, pero la manipulación mediática interesada puede llevarnos
a una crisis de consecuencias devastadoras.
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Está circulando por redes un cartel supuestamente de Mercadona asegurando que va a limitar la compra a "solo dos artículos iguales por persona y máximo 6 bandejas de carne". Es un bulo. Este cartel ni es de Mercadona ni la compañía va a limitar las compras a dos artículos por persona y máximo 6 bandejas de carne a fecha de 16 de marzo.
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La
distopía nuestra de cada día
En vez de comprender la verdad de nuestros errores,
empujamos la basura bajo la alfombra
DAVID TRUEBA 10 MAR 2020
Se llevan las distopías, esas representaciones de un futuro alienado y hostil que invitan a mirar el presente como un eslabón doloroso entre un pasado ficticio pleno de felicidad y el porvenir fatal. Esa reinvención de lo vivido, que se filtra en las formas narrativas, invade también la esfera política, donde la nostalgia se ha convertido en un reclamo para el voto de los infelices. Parecen decirle a la gente: nosotros hemos fabricado la máquina del tiempo y te vamos a devolver al lugar que te mereces. Y no, la madurez consiste ni más ni menos en la aceptación del tiempo que te toca vivir. Por eso la distopía sólo es interesante si se maneja como un juego de espejos con la realidad, a favor de la decencia y en contra de ese mirar para otro lado en el que nos hemos dejado arrastrar. Es decir, aceptar que toda ciencia ficción, todo relato histórico, toda pieza de época, de lo que habla es del presente en el que fue llevado a cabo. ![]()
La distopía nuestra de cada día: Europa y los refugiados
Soberanía y onanismo
Imaginen que el contagio del coronavirus se extiende por Europa de
manera incontrolada mientras que, en el continente africano, por las condiciones
climáticas, no tiene incidencia. Aterradas, las familias europeas escaparían de
la enfermedad de manera histérica, camino de la frontera africana. Tratarían de
cruzar el mar por el Estrecho, se lanzarían en embarcaciones precarias desde
las islas griegas y la costa turca. Perseguidos por la sombra de una nueva
peste mortal tratarían de ponerse a salvo, urgidos por la necesidad. Pero al
llegar a la costa africana, las mismas vallas que ellos levantaron, los mismos
controles violentos y las fronteras más inexpugnables invertirían el poder de
freno. Las fuerzas del orden norteafricanas dispararían contra los occidentales
sin piedad, les gritarían: “vete a tu casa, déjanos en paz, no queremos tu
enfermedad, tu miseria, tu necesidad”. Si los guionistas quisieran extremar la
crueldad, permitirían que algunos europeos, guiados por las mafias
extorsionadoras, alcanzaran destinos africanos, y allí los encerrarían en
cuarentenas inhóspitas, donde serían despojados de sus pertenencias, de sus
afectos, de su dignidad.
A esto se le llama la tragedia revertida y consiste sencillamente en
tratar de ponerte en los zapatos del otro, del que sufre, del que huye, de los
que no tienen nada porque las guerras y la miseria les han arrebatado el suelo
donde crecieron. Todo el mundo sabe que la crisis sanitaria europea no tiene
relación directa con el drama migratorio, y, sin embargo, el estado de ánimo de
los europeos sí relaciona ambas cosas. Por ello, toleramos la mano dura y la
degradación de los valores humanos en la crisis de refugiados de la frontera
greco-turca. La privatización del control migratorio, consumada con la entrega
de millones de euros para que Turquía ejerza de muro previo, se ha vuelto en
nuestra contra. Somos rehenes de una mafia que nos pide más dinero y nos
chantajea con enviarnos las masas hambrientas en plena crisis de contención y
autocontrol de movimientos. De la misma manera, mientras se lucha de manera
esforzada y coherente desde los servicios públicos de salud por frenar el
contagio, la privatización de hospitales, laboratorios e higiene sanitaria
evidencia el error de bulto en nuestros cálculos sobre lo que significa el
concepto de salud pública. Por ahora, en vez de comprender la verdad de
nuestros errores, empujamos la basura bajo la alfombra.
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