Al lado de una acogedora
chimenea, en solitario, Antoine se pregunta por qué ha llegado a tal grado de
melancolía, cree haber hecho bien las cosas y no entiende porqué ella, Louise,
no ha regresado de su viaje a París. Repasa sus hojas, entintadas con su letra
suave, y sus otrora firmes dedos se crispan con agitación. Al cabo de un rato
vuelve a mover la pluma de manera lenta. Sus chicos, Eric y la pequeña Daniela,
ajenos a la dramática y eterna espera duermen en sus habitaciones, cobijados
por las sábanas de franela, los edredones nórdicos y por el vaho que se
desprende de las chispas de unos leños frescos, quizás pensando en la madre
ausente o contando ovejitas para poder conciliar el sueño y así paliar sus
penas de abandono, mientras el viento azota las ventanas y se mete entre las
rendijas de la madera y entre sus infantiles neuronas.
A Antoine le gusta la madrugada,
siempre ha sido noctámbulo, es un tiempo sosegado, perfecto para escribir y
para mover los hilos de sus personajes, anclados en tiempos remotos, cuando no
había luz eléctrica y los candelabros iluminaban temblorosamente las estancias
de sus moradas y la humedad del pluvioso clima centroeuropeo penetraba hasta lo
más hondo.
En sus escritos, cuya acción
situaba casi siempre en el siglo XIX, inventaba historias tristes, las más de
las veces, como una forma de ahuyentar los miedos y poder reconciliarse con la
memoria de sus compatriotas. Miedos infundados por aquel Maligno que intenta
apoderarse del mundo, con su mente ávida de sangre y sus ojos avizores que se
suman a otros ojos de propaganda, política y eclesiástica y de filosofía
equivocada.
Entonces, fiel a sus convicciones, en aquella madrugada, Antoine se persigna…
y se inclina ante la foto de su Louise. Su esbelta figura y su bellísimo rostro
destacan sobre la mediocridad de las personas que acudieron a aquella fiesta de
primavera, antes de que llegaran al mundo sus dos hijos y en la que celebraban
la primera edición de su primera novela. Su “Ópera Prima” fue bien acogida por
la crítica local, y se vendieron bastantes ejemplares, pero los resultados
económicos no permitieron sanear sus exiguas finanzas. No obstante, Antoine
recordaba aquellos años de escasez como los más felices de su vida con Louise,
ella todavía no había abandonado la práctica de la danza, aunque lo hiciera de
una forma amateur. Él admiraba la dulzura de sus perfectos y acompasados
movimientos, daba igual la obra que sonara en el gramófono de la escuela de
danza, en el conservatorio de la ciudad. Fue en uno de los ensayos cuando se
enamoró de ella, mientras bailaba exultante una pieza de Chaikovski, no lograba
recordarla, pero tenía meridianamente claro que no era El lago de los cisnes,
porque ésta fue la que interpretó cuando obtuvo un clamoroso éxito en el teatro
de la ópera unos años más tarde.
Siempre que recordaba aquellos
maravillosos años, no podía evitar que unas lágrimas se deslizaran por sus
mejillas, pero era por pura emoción y le proporcionaban regocijo. Ahora, con
Louise ausente desde hace ya dos interminables meses, las lágrimas ya no
brotan, muy a su pesar, sus ojos están resecos y sus ideas ya no fluyen como
antes, especialmente porque es una ausencia demasiado dolorosa, y su cerebro se
resiste a generar escritos tan tristes que Antoine no tendría más remedio que
arrojar a la chimenea, no tanto porque recibieran críticas negativas, como por
su propia higiene mental, habida cuenta de que ya en dos o tres ocasiones, en
los últimos días, se ha sentido presa de ideas suicidas tremendamente
desagradables, que ha conseguido expulsar de su mente gracias al hecho de
pensar en sus hijos.
-Ya vendrán tiempos mejores-, se decía, al tiempo que soñaba
despierto con la vuelta de Louise, a sabiendas de que ese regreso era cada vez
menos probable, a juzgar por las cartas que le enviaba su hermano Albert, que
estaba al tanto de las salidas nocturnas en la capital gala por parte de su
cuñadísima.
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