Un senegalés explica a Vox qué hace en España
Voy a exponer aquí una historia
preciosa publicada ayer en un periódico local y escrita por mi amiga Lola, gran
psicóloga y escritora, comprometida donde las haya en la defensa de causas
quasi perdidas con una determinación y valentía admirables, que más de uno/a
debería emular. Un servidor también quiere erigirse desde aquí en defensor de
los muchos subsaharianos que pululan por las calles de nuestra capital,
especialmente los senegaleses, que me han demostrado en distintas ocasiones
tener un alma limpia que se deja ver mirándoles a los ojos. A modo de anécdota
voy a explicar lo sucedido meses atrás:
Estaba yo tapeando con una amiga
en la terraza de un bar-restaurante cercano a la plaza de toros y se plantó
junto a nuestra mesa un chico alto con el atuendo típico senegalés, negro como
el azabache como el Ibrahim que describe Lola en su “Historia de gorrillas”.
Nos enseño su muestrario de abalorios e hizo hincapié en una bonita pulsera en
la que aparece, según decía, el elefante de la suerte.
No soy muy dado a portar
en las muñecas, ni en otra parte de mi anatomía, ningún objeto ornamental, pero,
en esta ocasión le pagué los tres euros que me pedía, no sé muy bien por qué.
Aunque su español no era muy allá, nos cayó bien y lo invitamos a que se
sentara con nosotros y tomara algo que calmara su apetito y sobre todo su sed,
dado que llevaba varias horas sin ingerir, según nos aseguró, absolutamente
nada. En la media hora que nos acompañó narró con maestría, optimismo y
alegría, poco acordes a priori con sus complicadas circunstancias vivenciales,
nos narró, decía, cosas muy interesantes sobre su historia personal, su familia
aún residente en su país, aspectos para mí desconocidos de la cultura y
tradición senegalesas y otras historias que alargarían innecesariamente este
relato. Al mismo tiempo era capaz de engullir discretamente las viandas que iba
trayendo Pablo, el simpático y eficiente camarero de La Cuba.
Antes de marcharse me explicó que
la pulsera del elefante me traería suerte en el futuro, aunque no podía
asegurar que las primeras semanas no me ocurrieran hasta tres sucesos infortunados,
como así ocurrió a lo largo del mes siguiente, pero eso es otra historia. En el
momento de escribir este relato, la pulsera sigue incólume en mi muñeca, con el
elefante mirándome de soslayo. Realmente, las cosas me van bien ahora, ¿Será
por la pulsera?. Por cierto mi “amigo” senegalés se llama Bala.
Una historia de gorrillas
Vida cotidiana. "Si
nuestros políticos y nuestros bancos pagaran sus errores con la misma
diligencia que Ibrahim otro gallo nos cantara"
Lola López
Mondéjar
Esto podría ser un cuento de Navidad, pero
sucedió en pleno mes de junio, cuando al llegar a Murcia a las tres y media de
la tarde era ya un infierno, en el termómetro digital de la calle Rector José
Loustau marcaban treinta y nueve grados y, si tenía que detenerme por
encontrarlo en rojo, sacaba el móvil para echarle una foto a la cifra y
enviársela a mis hijos, que viven en latitudes más frescas. De vuelta sus
emoticonos de asombro.
Podría ser un cuento de Navidad pero es un
cuento de gorrillas. De mi gorrilla para ser más precisos. Alto y negro como el
azabache, senegalés. Varias veces le pregunté su nombre y varias veces la
olvidé porque mi memoria es corta y, a pesar de proponerme mil veces
recordarlo, volvía a perderse entre su bruma espesa; no así su sonrisa, ni su
amabilidad, ni el gesto que voy a contarles.
Confiaba en él, y él me favorecía, supongo
que porque mis propinas eran más generosas que otras, porque yo también le
sonreía, o porque sí. Gracias a su conocimiento del barrio («espere dos minutos,
que este se va a las nueve», me garantizaba siempre con razón), lo imaginaba
viviendo en un piso cercano desde cuya ventana observaba las idas y venidas de
los vehículos durante horas.
Se lo pregunté un día y me dijo que vivía
ahí mismo, señalando un bloque de viviendas deterioradas, compartiendo vivienda
con otros compatriotas; imaginaba la falta de intimidad que tan necesaria nos
es a los humanos, de higiene, de comodidades; imaginaba una vida que apenas
tenía elementos con que imaginar.
I Pues bien, un día, después de años
ayudándome a buscar aparcamiento en su zona, mi gorrilla, al que vamos a llamar
Ibrahim, me indicó un aparcamiento que obstruía un paso entre dos espacios
abiertos. Ante mi extrañeza, me aseguró que mi coche estaba seguro allí.
He dicho que confiaba en él, y lo dejé tal y
dónde me dijo. Me fui a trabajar tranquila y, cuando volví por la noche, sujeta
en el limpiaparabrisas había una multa de doscientos euros por aparcamiento
indebido o por otra razón que estimé cierta y que también he olvidado. Yo sabía
desde el principio que mi coche estaba mal aparcado, sabía que lo había dejado
allí por indicación de mi gorrilla, y me enfadé internamente con él. Pasaron
algunos días antes de volver a aparcar en la zona. Pagué la multa con el descuento
del cincuenta por ciento, y regresé a la ciudad esta vez muy de mañana,
dispuesta a hablar con Ibrahim y a mostrarle mi sorpresa y mi disgusto.
No le vi, y me dirigió hacia un sitio libre
otro gorrilla que trabajaba con él. Con anterioridad había observado cómo se
llamaban por teléfono para comunicarse los movimientos de los coches, cómo
colaboraban eficientemente. Cuando bajé del mío y le di su propina, el gorrilla
me dijo que Ibrahim quería hablar conmigo, que estaba viniendo hacia allí, que
me había esperado toda la semana. Era evidente que tenía el encargo de llamarle
apenas me viera, que lo había tenido todos los días desde entonces.
Ibrahim llegó avergonzado, circunspecto y
culpable, pidiéndome perdón por la multa, que había visto antes que yo, el
mismo día en que la pusieron. Pero lo que quería Ibrahim de verdad era pagar
los doscientos euros de la sanción. De su bolsillo, por haber faltado a su
trabajo de gorrilla, por haberme fallado. Se lo impedí, como es natural.
Le dije que la multa ya estaba pagada e
Ibrahim me contó lo que había sucedido. Hablaba con dificultad nuestra lengua,
pero comprendí que había un vecino, «un hombre malo», dijo él, que llamaba
arbitrariamente a la policía cuando estaba enfadado con ellos por razones que
él no sabía explicar. Entonces la policía multaba a los vehículos que, si el
vecino no protestaba, podían estacionarse allí sin ningún problema.
Ibrahim había confiado en el buen humor del
hombre malo, y se equivocó. Su honestidad me satisfizo, había apostado siempre
por él en pequeños detalles sin importancia, y no me defraudaba. Pensé que si
nuestros políticos y nuestros bancos pagaran sus errores con la misma
diligencia que Ibrahim otro gallo nos cantara. Dio la casualidad de que, esa
misma mañana, un coche de la policía local estaba aparcado cerca de donde
habían multado el mío. Les pregunté por la versión de Ibrahim y la corroboraron
punto por punto.
Desde entonces he pensado en contar esta
historia muchas veces y no lo he hecho hasta ahora. La traigo a propósito de la
noticia de que el ayuntamiento de la ciudad va a legislar contra los gorrillas,
que, incluso, si molestan a los ciudadanos con sus indicaciones o sus presiones
a la hora de aparcar, va a decomisarles el dinero que obtienen por su mísero
trabajo . Me pregunto si no hay asuntos más urgentes que legislar, y se me
ocurren unos cuántos.
Me pregunto si no hay otra forma de regular
su actividad que la sanción, y sigo creyendo que podrían arbitrarse otras bien
distintas.
Detrás de los gorrillas hay miseria, desarraigo,
exclusión. Las multas son también, en este caso, obra de hombres malos.
1 comentario:
Es una bonita historia, no debe de ser fácil para nadie huir de su país, dejar a toda su familia atrás para malvivir aquí.
Pero no nos engañemos. La situación del gorrilla es una lacra para la sociedad, cientos de ciudadanos se sienten extorsionados por semejantes personas que como no tienen nada que perder, son capaces de romperte el coche si no pasas por el aro.
Realmente cuando alguien le da una propina, no hace por caridad? O lo hace por miedo?
Como bien dice en el post son verdaderas mafias organizadas, ellos se reparten sus zonas, ellos se la administran, yo incluso e visto peleas por intentar coger un hueco de aparcamiento. Si, es triste. Pero también crea una sensación de inseguridad y miedo hacia el ciudadano.
Incluso muchas veces ves tu el aparcamiento y de repente aparece ese gorrilla haciendote indicaciones que no le has pedido, haciendo un poco el paripé para ver si cae la breva.
Yo personalmente apoyo al ayuntamiento las medidas que van a tomar respecto al tema. Incluso no hace mucho detuvieron a uno que golpeó a una mujer en la cabeza por no darle su impuesto revolucionario.
Realmente Vox, tiene razón respecto a la inmigración ILEGAL, y lo pongo en mayusculas porque mucha gente piensa que Vox está en contra de la inmigración, y no es así.
Atacan nuestras fronteras, agreden a nuestras policías, hacen la competencia desleal y con delitos contra la propiedad intelectual a nuestros comerciantes que muchos de ellos se ven obligados a bajar la persiana.
El estado tiene que tomar medidas o bien para regular su situación e intentar insertarlos en la sociedad o bien expulsarlos. Y no dejar que sea el ciudadano de a pie el que tenga que convivir o lidiar con estas situaciones.
El buenísimo solo trae inseguridad y miedo a nuestros barrios y ciudades. Ojalá pudiera ser de otra manera, pero a día de hoy la única solución coherente es VOX.
También he de decir que viene personas maravillosas, gente buena, personas a que si se les da la oportunidad no nos defraudarían.
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