Por avatares del destino he sabido que mi
amiga EM atraviesa por un mal momento, la vida, su vida en su conjunto, no la
ha tratado bien, ha pasado por muchas dificultades, no ha tenido demasiada
suerte al elegir a sus compañeros de viaje y con cada ruptura parece haber
perdido girones de su preciosa y sedosa piel, girones quizás demasiado grandes
como para poder hacerse o que otros le hagan uno o varios auto-injertos
que la protejan de las malas influencias del exterior y por tanto es vulnerable
en demasía a las agresiones del aire contaminado que este loco mundo en que
vivimos supone para cada hijo de vecino. Pero ella, por su carácter sensitivo y
probablemente por la inseguridad generada por sus reiterados tropiezos, se
siente mal, sola e impotente para afrontar las pequeñas dificultades de la vida
cotidiana, comenta que levantarse cada día es un desafío inquietante y gravoso,
que la desesperanza la sumerge a veces en un profundo sentimiento de vacío,
soledad e impotencia, sin atisbar a qué matorral poder aferrarse en su caída libre
y rastrera por la ladera que conduce a no se sabe qué sitio.
No es la primera vez que E.M. pasa por una
situación similar y no la conozco tanto tiempo como para asegurarle
solemnemente que, igual que las otras veces, pronto podrá salir de su “crisis”
actual, pero si me atrevo a decirle que de todo se sale con voluntad de cambio, con el tiempo que todo lo
cura y con las ayudas necesarias y benefactoras que ella, aunque no se lo crea demasiado,
cuenta entre la gente que la rodea, somos legión, querida E.M.
No
mires atrás ni te apures demasiado por el futuro, que es incierto para todos,
céntrate en el ahora, que si te pones unas gafas transparentes y con la “graduación”
adecuada, te permitirán apreciar que el presente no es tan negro como tú lo ves
desde tu atalaya pesimista, que como dice el maestro Sabina hay “más de cien
motivos para no cortarse de un tajo las venas”. Te queremos E.M. y queremos
volver a reír contigo como tantas veces lo hemos hecho. Un beso.
Sabina - Más de Cien Mentiras
Por Sonia Fides
La escritora colombiana Piedad Bonnett nos trae en su
nueva novela, ‘Donde nadie me
espere’ (Alfaguara), una historia entre la redención y la
resurrección, una historia de pérdida, de abandono, de inseguridad y de dolor
extremo. Sobrecoge esta aventura de orfandad, de ausencias, este calvario
urbano que nos sumerge en la muerte diaria. «Dicen que la soledad es perfecta para
pensarse».
Sobreponerse al caos que supone estar vivo
es un ejercicio de concentración al alcance de muy pocas personas y de muy
pocos personajes. Es ese milagro que Dios no le permitió hacer a Jesús antes de
entregarlo a la hambrienta boca de los herejes. Es una larga contradicción que
extiende los brazos para arrebatarle su soberbia al espeso lenguaje de la
verdad hasta hacerle confesar sus defectos y sus debilidades y que ese cóctel a
priori inesperado sirva para escribir una historia en la que los fantasmas
restrieguen su carne sobre la vida.
Y eso es lo que hace Piedad Bonnett con su
imponente prosa mientras dura la lectura de Donde nadie me espere: colocar
a su Lázaro, al que ella renombrará como Gabriel, entre la redención y la
resurrección para entramar una historia de pérdida, de abandono, de inseguridad
y de dolor extremo. Para delimitar una suculenta bajada a los infiernos de su
protagonista en la que el mismísimo demonio renegará del enviado hasta
expulsarlo de su negligente reino de oscuridad. Sobrecoge esta aventura de
orfandad, de ausencias, este calvario urbano que nos sumerge en la muerte
diaria y cuyos movimientos se nos obligará a aprender con la insana puerilidad
que supondría memorizar un catecismo con las oraciones borrosas.
Donde nadie me espere es una novela que nos enseña que las líneas rectas son igual de peligrosas
que las caprichosas líneas con que un sátrapa construye un laberinto. Que nos
cuenta que para vivir, y para sobrevivir, hace falta mucho más que la suave
caricia de las matemáticas. Que narra cómo las pérdidas que nos acorralan
mientras estamos vivos son las que sostienen el epitafio de todos los seres
humanos. Los muertos nos vigilan y diseñan nuestras vidas, y reordenan lo que
de verdad le sirve a la memoria para que no acabemos volviéndonos locos:
«Comprendí que me
había rendido»
«Era un soldado que
contaba los pasos»
«Los hijos conocemos
mal a nuestros padres y viceversa»
Y que certifica que
la amistad es el único elemento capaz de distorsionar por un momento el
categórico orden que establece la muerte para los supervivientes.
Donde nadie me espere es una larga metáfora, es descubrir que cuando las trompetas de un
inesperado apocalipsis se aprenden nuestro nombre cualquier porvenir se
convierte en un eco turbio y machacón que anula nuestra personalidad:
«Dicen que la soledad
es perfecta para pensarse»
«Mientras reposaba en
ese vientre cálido, maternal, amoroso, me quedé mirando mis manos quemadas,
garras de halcón, garras de viejo. Tienen la edad de mi cansancio, pensé, y me
dio vergüenza esa frase de escritor sin talento»
Y es además olvidarse de las reglas del
juego del escondite. Es no querer esquivar los golpes y comprender que
cualquier camino que escojamos, después de que el primer muerto abandone las
ramas de nuestro árbol genealógico, para huir será un sudario al que le
faltarán milímetros para sentirnos cómodos. Es renombrar a la hermana muerta
(Elena) y reconocerse en su cuerpo y ahogarse, pero también seguir respirando a
través de esa arriesgada y casi suicida trasmutación. Es saber que hay plurales
capaces de destruir el mundo.
Y es también deletrear el aroma y la médula
del gran amor (Ola). Es palpar la espina dorsal de Colombia y que no sea
suficiente.
Donde nadie me espere es una oda al estoicismo explosivo, una herida con muchas guaridas.
Un manantial de lucidez. La inesperada biografía de un Lucifer rediseñado que
al final de su vida vuelve a ser reclamado por su Padre.
Imprescindible.
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