¡Qué lejos quedan aquellos días! Los niños de la plaza del casino no
eran todos iguales, en edad había pequeñas diferencias, no más de dos años, la
extracción social sí las marcaba, desde el hijo del cartero y el electricista,
hasta el pequeño del notario y especialmente, de uno de los caciques del
pueblo, dueño de varias fábricas repartidas por distintas provincias de España.
Había algo que los igualaba a todos, las ganas de diversión y los pantalones
cortos que apenas tapaban un tercio de muslo.
El número de miembros de la pandilla oscilaba en función de la época del
año pero nunca eran etiquetados por sus ausencias, que no tenían que ser
justificadas; dos o tres lo hacían porque en el trimestre final del curso
tenían mucho que estudiar ya que la excelencia de las notas era cuestión
prioritaria, el hijo del industrial porque, aunque no quería perderse ni un
minuto del partido de fútbol, o de la partida de marro, era recogido por el engominado
chófer en su imponente mil quinientos
negro, para ir a clases de piano en el conservatorio o no se sabe qué otras “importantes”
actividades de niño rico, a nadie le interesaba el asunto, salvo a él, que
siempre se iba a regañadientes, eso sí, en el coche, su porte era
inevitablemente altivo. José era el que peor lo tenía ya que, casi todas las
tardes, era secuestrado por su hermano mayor para ayudar en el reparto de la
tienda familiar de electrodomésticos.
Las niñas de la plaza iban por su lado, cuidaban mucho más su aspecto. Las
madres se ocupaban de que lucieran preciosos vestidos blancos y rosa palo y les
advertían que los juegos no fueran tan brutos como los de los bárbaros mocosos
que siempre llegaban a sus casas con las camisas manchadas, si no con algún
roto difícilmente subsanable. Ellas jugaban como mucho al elástico, la rayuela
o al intercambio de cromos, todas menos María, que a menudo quería jugar con
los niños al fútbol o al burro, recuerdo que sus compañeras le decían la “machunga”.
Cuando llegaba el verano, el tiempo para compartir por los niños de la
pandilla se multiplicaba por dos. Los primeros llegaban a la plaza no más allá
de las diez de la mañana, - Cualquiera lo retiene en casa, decía Manuela, - más
vale que se desfogue y me deje hacer las faenas de la casa. Eran otros tiempos
y no había ningún peligro en la plaza. El riesgo aumentaba por las tardes, cuando
los cinco o seis de siempre se iban al río a bañarse, sin el consentimiento de
los padres. Por el camino siempre había algún bancal con árboles frutales a los
que despojar de más de las piezas que iban a poder comer, ya fueran
albaricoques, melocotones o ciruelas.
Cuando el río y los brazales bajaban con poco agua o ésta estaba llena
de lodo, el destino eran alguna de las escasas piscinas privadas de la zona,
aprovechaban la hora de la siesta para saltar la valla y hacer furtivamente
algunos largos o las típicas peleas por parejas, subido uno encima de otro a “cuscurumillos”.
Como no llevaban bañador, se bañaban en calzoncillos, o mejor, “en pelotas”,
que así no se mojaba después el pantalón corto.
Nada tenía que ver el aspecto de la tropa de “mindangos” cuando llegaban
a casa, casi al oscurecer, con la ropa tiznada por el polvo, el cieno de los brazales y en alguna ocasión
el verde de la hierba al escapar a “arrastraculo” de los disparos de perdigones
de sal del dueño de los frutales, que casi siempre tiraba a fallar. Nada tenía
que ver, decía, el aspecto de la ropa al volver a casa, con la pulcritud del
atuendo al salir de ella a la hora de la siesta.
Han pasado muchos años desde aquellas andanzas, más de cuarenta…pero, ¡Qué buenos estaban aquellos “malacatones” y “albercoques”,
¡Pijo!
A P. Sánchez, Mondy, los Chicanos, Caba y Martín.
A P. Sánchez, Mondy, los Chicanos, Caba y Martín.
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