Más de cien mentiras - Joaquín Sabina y Joan Manuel Serrat
Quizás no sea mala táctica sentirte como si volvieras a la adolescencia, osada adolescencia, vitalista adolescencia, retadora adolescencia, manteniendo la experiencia acumulada del tiempo vivido realmente, para no sacar demasiado los pies del tiesto, no vaya a ser que...
(Petrus Rypff)
Y una vez que la tormenta termine, no recordarás como lo lograste, como sobreviviste. Ni siquiera estarás seguro si la tormenta ha terminado realmente. Pero una cosa sí es segura, cuando salgas de la tormenta, no serás la misma persona que entró en ella. De eso se trata esta tormenta.
(Haruki Murakami)
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"LA VOLUNTAD DE VIVIR" DE VICENTE BLASCO IBÁÑEZ
Recuerdos autobiográficos teñidos de una cierta ironía aparecerán en "La voluntad de vivir", libro escrito en 1907 y mandado quemar por el propio autor a instancias de su amigo Luis Morote, un día antes de su aparición. El autor ante la disyuntiva de procurarse el éxito profesional o renovar el amor que le había llevado hasta la desesperación, optó sin vacilar por quemar los doce mil ejemplares editados. El consejo de Morote era bien intencionado, ya que muchos de los personajes retratados eran fácilmente identificables, entre ellos la que se convertiría en su segunda mujer, que continuaría con él hasta la muerte, y esos personajes podrían haberse sentido molestos. Afortunadamente se salvaron del incendio algunos ejemplares que servirían de base, años más tarde, para la publicación de la novela.
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"VOLUNTAD DE VIVIR"
Precioso cuento de Thomas Mann.
El viejo Hofmann había hecho fortuna como propietario de una plantación en Sudamérica. Allí contrajo matrimonio con una nativa de buena familia y poco después se trasladó con ella al norte de Alemania, su patria. Vivían en mi ciudad natal, donde residía también el resto de su familia. Aquí nació Paolo.
Por lo demás, no llegué a
conocer personalmente a los padres. En todo caso, Paolo era el vivo retrato de
su madre. Cuando le vi por primera vez, es decir, cuando nuestros padres nos
llevaron por primera vez a la escuela, era un muchacho delgado de tez
amarillenta. Llevaba su cabello negro en largos rizos, que caían revueltos
sobre el cuello de su traje de marinero, y enmarcaba una carita delgada.
Como en casa nunca nos
faltó nada, nos sentíamos bien lejos de estar satisfechos ante el nuevo
ambiente - los desnudos muros de la clase -, y sobre todo ante aquel hombre
mezquino, de barba roja, que empezaba en enseñarnos el abecedario. Yo me agarré
llorando a la chaqueta de mi padre, cuando éste comenzó a alejarse, mientras
que Paolo adoptó una actitud completamente pasiva. Se apoyaba con indolencia en
la pared, apretando sus delgados labios y mirando con sus grandes ojos llenos
de lágrimas a toda aquella prometedora juventud, que se daban unos a otros con
los codos y se burlaban de todo con una falta absoluta de sentimiento.
Rodeados por aquellas máscaras
sardónicas, nos sentamos en seguida atraídos el uno hacia el otro, y nos
alegramos de que el barbudo pedagogo nos señalara asientos vecinos. Desde
entonces estuvimos siempre unidos, formamos en común la base de nuestra cultura
y cada día practicábamos él intercambio de nuestros almuerzos. Recuerdo que ya entonces era bastante enfermizo. De vez en cuando debía
faltar a la escuela por largos períodos, cuando volvía, sus sienes y sus
mejillas dejaban ver aún más las líneas azul pálido de las venas, lo cual es
frecuente observarlo en personas morenas de constitución delicada. Fue lo
primero que me llamó la atención al volvernos a ver en Munich, y también más
tarde en Roma.
Nuestra camaradería duró
todos los años que fuimos a la escuela, y más o menos por el mismo motivo que
dio lugar a su iniciación. Era el "patetismo del distanciamiento"
frente a la mayor parte de nuestros condiscípulos, sensación que conoce todo
aquel que a los quince años lee a Heine en secreto y en quinto curso tiene
formado un criterio definido sobre el mundo y los seres humanos. Íbamos también juntos a la clase de baile - tendríamos unos dieciséis
años, creo -, y, en consecuencia, vivimos al mismo tiempo nuestro primer amor. Su
amor hacia una pequeña rubia de carácter alegre, se manifestaba con un ardor
melancólico que era algo extraordinario para su edad, y que a mí incluso
llegaba a parecerme algo siniestro, a veces.
Recuerdo en particular
una de aquellas reuniones. La muchacha dedicó a otro dos cotillones casi
seguidos, y a él ninguno. Yo le observaba lleno de temor. Estaba a mi lado,
apoyado en la pared, mirando fijamente sus zapatos de charol, y de súbito cayó
al suelo sin sentido. Le llevaron a casa, y estuvo ocho días enfermo. En esa
ocasión se descubrió que su corazón no estaba bien.
Ya antes de este período
manifestaba afición al dibujo, en lo que evidenciaba gran talento. Conservo una
hoja en la que esbozó con el carboncillo los rasgos de aquella muchacha, con
bastante parecido, y con la inscripción: "Eres como una flor - Paolo Hofmann
fecit".
No recuerdo con exactitud cuándo, pero
nos hallábamos ya en los cursos superiores cuando sus padres dejaron la ciudad
para trasladarse a Karlsruhe, lugar donde el viejo Hofmann tenía muchas
relaciones. Para que Paolo no tuviese que dejar la escuela, se quedó a pensión
con un viejo profesor.
De todos modos, esta situación no duró mucho. Aunque quizá lo que se
refiere a continuación no fuese el motivo de que Paolo se reuniese cierto día
con sus padres en Karlsruhe, sin duda que contribuyó a ello. Ocurrió que durante la
clase de religión, el profesor correspondiente se dirigió de súbito hacia él,
clavándole una mirada paralizadora, y sacó de debajo del Antiguo Testamento que
tenía Paolo sobre la mesa una hoja en la que se representaba una figura muy
femenina, a la que sólo faltaba un pie para quedar totalmente terminada y que exhibía sin pudor alguno a las miradas.
Tras aquel incidente Paolo se fue a
Karlsruhe, y de cuando en cuando nos enviábamos postales, comunicación que con
el tiempo fue abandonada.
Habían pasado unos cinco
años desde nuestra separación, cuando volví a encontrarle en Munich. En una
hermosa mañana de primavera, bajaba yo por la Amalienstrasse y me fijé en uno
que bajaba la escalinata de la Academia, y ya de lejos parecía un modelo
italiano. Cuando me acerqué vi que era él.
De mediana estatura,
delgado, con el sombrero echado hacia atrás sobre el espeso cabello negro, la
tez amarillenta y cruzada de venillas azules, vestido con elegancia algo
descuidada - llevaba desabrochados algunos botones del chaleco, por ejemplo - y
algo atusado el breve bigote, se acercó a mí con paso mesurado, indolente. Nos
reconocimos casi al mismo tiempo, y nuestro saludo fue muy cordial. Me pareció
- mientras nos hacíamos mutuamente preguntas sobre lo ocurrido durante aquellos
años; parados delante del café Minerva - que estaba de un humor muy jovial,
casi exaltado. Sus ojos brillaban, y sus gestos eran vivos y amplios. A pesar de
ello, su aspecto era muy malo; parecía verdaderamente enfermo. Claro que ahora
es fácil decirlo, pero de hecho me llamó la atención y así se lo dije.
- ¿De veras, todavía me encuentras con
mal aspecto? - dijo -. Sí, lo creo. He estado muy mal. El año pasado estuve
gravemente enfermo. El mal está aquí. Indicó su pecho con la mano izquierda. - El corazón. Siempre es lo
mismo... Pero hace algún tiempo que me encuentro muy bien. Puedo decir que me
hallo completamente sano. Por lo demás, a los veintitrés años... sería triste.
Desde luego estaba de muy
buen humor. Me describió con gracia y viveza su vida desde nuestra separación.
Poco después de ésta, consiguió que sus padres le autorizaran a pintar; hacía
nueve meses que había terminado la carrera en la Academia - por la que acababa
de pasar casualmente -, había pasado cierto tiempo viajando, vivió en París y
desde hacía cinco meses se encontraba en Munich:
- ¿De veras? - pregunté. - ¿Por qué no? La ciudad me gusta, me gusta
mucho. Ese ambiente... ¿verdad? Y la gente, y, cosa que no deja de tener su
importancia, la situación social de un pintor, aunque sea desconocido, es aquí
excelente, mejor que en parte alguna...
- ¿Has hecho amistades agradables?
- Sí. Pocas, pero muy buenas. Debo recomendarte una familia, por
ejemplo... Los conocí en Carnaval... ¡El Carnaval de aquí es formidable! Se
llaman Stein. Barón Stein, además.
- ¿De qué clase de nobleza?
- Es lo que se llama la nobleza del dinero. El barón negociaba en la
Bolsa, desempeñó un gran papel en Viena, tratando a todos los príncipes y
demás... Luego cayó en decadencia, se salió del negocio retirándose con un
millón - dicen -, y ahora vive aquí, sin lujos, pero con distinción.
- ¿Judío?
- ¿Judío?
- Él, me parece que no. Su mujer, posiblemente. No puedo decir más sino
que se trata de personas muy finas y agradables.
- ¿Tienen... hijos?
- No. Es decir... una hija de diecinueve años. Los padres son muy
amables...
Pareció confuso un
momento, y luego agregó:
- Te propongo seriamente que me acompañes, para que te presente. Sería
un placer para mí. ¿No quieres?
- Desde luego que sí. Te lo agradeceré. Aunque no sea más que para
conocer a esa hija de diecinueve años...
Me lanzó una mirada de
soslayo, y dijo luego:
- Bien, pues. No lo aplacemos demasiado. Si te viene bien, pasaré mañana
a buscarte, hacia la una o una y media. Viven en Theresienstrasse, 25, primero.
Me alegraré de presentarles a un amigo de la escuela. Trato hecho.
En efecto, hacia mediodía
del día siguiente llamábamos al primer piso de una casa elegante de la
Theresienstrasse. Junto a la campanilla se leía, en grandes letras negras:
"Barón de Stein".
Durante todo el camino,
Paolo había estado excitado y había dado muestras de una alegría casi desbordante;
mas ahora, mientras esperábamos que abrieran la puerta, percibí en él un
extraño cambio. Mientras se hallaba en pie a mi lado, parecía completamente
tranquilo, salvo un temblor nervioso de los párpados: una tranquilidad forzada,
llena de tensión. Adelantaba tan poco la cabeza. La piel de su frente estaba
tensa. Casi se asemejaba a un animal que aguza con atención los oídos y escucha
con todos los músculos en tensión.
El criado que se llevó
nuestras tarjetas volvió para rogarnos que nos acomodásemos un momento, pues la
señora baronesa saldría en seguida, y nos abrió la puerta de una habitación
medianamente grande y amueblada en tonos oscuros.
Al entrar nosotros
apareció en la galería, que daba a la calle, una joven vestida de color claro -
vestía con sencilla elegancia -, quien se detuvo un momento y nos miró con
expresión inquisitiva. "La hija de diecinueve años", pensé, mientras
lanzaba una mirada involuntaria a mi acompañante, quien me susurró.
- ¡La baronesa Ada!
Su figura era elegante,
aún cuando sus formas eran demasiado maduras para su edad, y con sus
movimientos muy blandos y casi insolentes no parecía una muchacha tan joven. Su
cabello, peinado en dos ondas sobre las sienes, era de un negro muy brillante,
y formaba un verdadero contraste con la blancura mate de su cutis. El rostro,
aunque de labios llenos y húmedos, de nariz carnosa y de ojos negros y
almendrados, sobre los que se arqueaban suavemente las negras cejas, no dejaba
lugar a dudas sobre su adolescencia, en parte al menos; era indiscutiblemente
de extraordinaria belleza.
- ¡Ah! ¿Hay visita? - inquirió, mientras avanzaba dos pasos hacia
nosotros. Su voz sonaba ligeramente velada. Se llevó una mano a la frente, como para
vernos mejor, mientras apoyaba la otra en el piano de cola que se encontraba
junto a la pared.
- Y una visita muy bien venida, por cierto... - prosiguió en el mismo
tono, como si hasta ese momento no hubiese reconocido a mi amigo; luego me
dirigió una mirada interrogante.
Paolo avanzó hacia ella y
se inclinó con la lentitud casi de somnolencia con que nos movemos al saborear
un placer exquisito, sobre la mano que ella le tendía, sin pronunciar palabra.
- Baronesa - dijo luego -, me permito
presentarle a un amigo mío, un compañero de escuela, con quien aprendí las
primeras letras...
Me tendió también la mano, una mano blanda, como sin huesos, y que no
ostentaba ninguna joya.
- Es un placer - dijo, mientras fijaba
en mí su mirada, que tenía un leve temblor especial -. Y lo será también para
mis padres, pues espero que se les haya comunicado...
Tomó asiento en la
otomana, y nosotros nos sentamos frente a ella, en unas sillas. Sus manos
blancas, sin fuerza, descansaban en su regazo al hablar. Las vaporosas mangas
no llegaban mucho más abajo del codo. Me fijé en la blandura de la forma de sus
muñecas.
Al cabo de un par de
minutos, se abrió la puerta de la habitación contigua, y entraron los padres.
El barón era un señor elegante, macizo, calvo y con una barba gris en punta;
tenía una manera inimitable de sacudir sobre la manga la gruesa cadena de oro
que llevaba en la muñeca. No era posible determinar con seguridad si habría
sacrificado a su baronía alguna sílaba de su nombre; por el contrario, su mujer
era sin duda una judía, bajita y fea, que llevaba un vestido gris de mal gusto.
Ostentaba grandes pendientes de brillantes.
Fui presentado y me
saludaron con la mayor amabilidad, a mi acompañante le dieron la mano como a un
buen amigo de la casa. Después de algunas preguntas y respuestas sobre mi
origen y persona, la conversación versó sobre una exposición en la que Paolo
presentaba un cuadro, un desnudo femenino.
- ¡Un trabajo muy fino, en verdad! - dijo el barón, No hace mucho pasé
media hora contemplándolo. La tonalidad de la carne sobre la alfombra roja está
lograda en grado eminente. ¡Vaya, vaya, señor Hofmann! - palmeó el hombro de
Paolo en actitud condescendiente.
- Pero nada de exceso de trabajo, mi joven amigo, por el amor de Dios. Debe usted cuidarse. ¿Qué tal se halla usted de salud?
- Pero nada de exceso de trabajo, mi joven amigo, por el amor de Dios. Debe usted cuidarse. ¿Qué tal se halla usted de salud?
Mientras yo daba a los
señores la necesaria información sobre mi persona, Paolo había cambiado unas
palabras en voz baja con la baronesa, pues estaba sentado delante y muy junto a
ella. Aquella tranquilidad extrañamente tensa que yo había observado antes no
había cedido en modo alguno. Sin que pueda decir exactamente por qué me daba la
impresión de un felino dispuesto a saltar. Sus ojos oscuros, en el rostro
amarillento y enjuto, tenían un brillo tan enfermizo, que experimenté casi un
estremecimiento cuando contestó a la pregunta del barón, en un tono muy
decidido:
- ¡Oh, magníficamente! Agradezco su interés. ¡Me encuentro muy bien!
Transcurrido un cuarto de hora nos
levantamos, y la baronesa recordó a mi amigo que sólo faltaban dos días para el
jueves, y que tuviera presente su Five o'clock tea, me rogó también a mí que
tuviese a bien recordar esa fecha, etcétera.
En la calle, Paolo encendió un cigarrillo.
- Bien - dijo -. ¿Qué me dices?
- ¡Oh, son gente muy agradable! - me apresuré a contestar -. La hija de
diecinueve años hasta me ha impresionado.
- ¿Impresionado?
Lanzó una breve
carcajada, desviando la mirada hacia el lado opuesto.
-¡Sí, ríete! - dije -. En cambio, ahí arriba me pareció a veces que
enturbiaba tu mirada un anhelo oculto. Pero, ¿quizá me equivoco?
Guardó silencio durante
un momento. Luego movió lentamente la cabeza.
- Me gustaría saber cómo tú...
- Me gustaría saber cómo tú...
- ¡Por favor! La única duda para mí está en saber si también la baronesa
Ada...
De nuevo permaneció un
instante callado, mirando ante sí. Luego dijo en voz baja y con acento
confiado:
- Creo que seré feliz. Me separé de él estrechándole la mano con
cordialidad, aunque no pude impedir que surgiera en mí algo de duda.
Pasaron algunas semanas; durante las cuales solía frecuentar los tés en
el salón del barón. Se reunía allí un círculo reducido, aunque muy agradable:
una joven actriz de la Corte, un médico, un oficial - no recuerdo bien a todos.
Nada nuevo pude observar
en la conducta de Paolo. Por lo general, y a pesar de su aspecto, que infundía
preocupación, se hallaba de humor animado y alegre, y siempre que se encontraba
cerca de la baronesa mostraba aquella tranquilidad extraña que percibí la
primera vez.
Cierto día - casualmente
hacía dos días que no veía a Paolo - me encontré en la Ludwigstrasse al barón
von Stein. Iba a caballo, y se detuvo y me dio la mano desde la silla.
- ¡Me alegro de verle! Espero que mañana por la tarde nos visitará
usted.
- Desde luego, si usted me lo permite, señor barón. Aunque no es seguro
que mi amigo Hofmann pase a buscarme como cada jueves...
- ¿Hofmann? Pero, ¿no sabe usted que se ha ido de viaje? Creí que le
habría informado.
- No me ha dicho ni una sola palabra.
- Y así, completamente à bâton rompu... Un verdadero antojo de
artista... ¡Hasta mañana por la tarde, pues!
Espoleó a su cabalgadura,
y me dejó sumido en el mayor asombro. Corrí a casa de Paolo.
- Lo sentimos, el señor Hofmann se halla ausente. No dejó ninguna
dirección.
Estaba claro que el barón
sabía algo más sobre aquel "antojo de artista". Su propia hija me
confirmó luego lo que yo estaba seguro de adivinar. Ello ocurrió durante un
paseo por el valle del Isar, al cual me invitaron. La partida fue a una hora
bastante avanzada de la tarde, y a la vuelta, al anochecer, ocurrió que la
baronesa y yo nos quedamos los últimos en la comitiva. Yo no había podido
advertir ningún cambio en ella desde la desaparición de Paolo. Conservó por
completo la calma y hasta entonces no se refirió a mi amigo en absoluto,
mientras que sus padres se excedían en sus manifestaciones de sentimiento por
su brusca marcha.
Ahora paseábamos ambos
por uno de los más bellos lugares de los alrededores de Munich; la luz de la
luna se filtraba entre las ramas, y durante algún tiempo escuchamos en silencio
la conversación de nuestros compañeros, que era tan monótona como el rumor del
agua que corría cerca de nosotros. Entonces comenzó a hablar de Paolo, en tono
muy tranquilo y con gran seguridad.
- ¿Son amigos desde su
primera juventud.
- Sí, baronesa.
- ¿Comparte usted sus secretos?
- Creo que conozco el más importante de ellos, aunque no me lo haya
comunicado.
- ¿Luego puedo confiar en usted?
- Espero que no tenga ninguna duda acerca de ello, señorita Ada.
- Pues bien - dijo, alzando la cabeza en un movimiento de decisión. - Él
solicitó mi mano, y mis padres se la negaron. Me dijeron que estaba enfermo,
muy enfermo, pero, sea como fuere: yo le quiero. ¿Me permite que le hable a
usted así, verdad? Yo...
Pareció un instante
confusa y luego prosiguió, con la misma decisión:
- No sé dónde se encuentra; pero le autorizo a usted a repetirle estas
palabras, que él ya ha oído de mi propia boca, en cuanto le vea, o a
comunicárselas por escrito, en cuanto llegue a conocimiento de usted su
dirección: jamás concederé mi mano a otro hombre que a él. ¡Ah! ¡Veremos!
En esta última
exclamación, junto al desafío y la decisión, se encerraba tanto dolor inerme,
que sin poder evitarlo cogí su mano para estrecharla en silencio.
Por aquel entonces me
dirigí por carta a los padres de Hofmann, rogándoles que me comunicasen la
dirección de su hijo. Recibí una dirección del sur del Tirol, pero la carta que
envié me fue devuelta con la notificación de que su destinatario había
abandonado ya el lugar, sin indicar la meta de su viaje. No quería ser
molestado por nadie, había huido de todo el mundo para morir solo. Para morir,
indudablemente, pues después de todo llegué a tener la triste seguridad de que
no volvería a verle.
¿No estaba claro que
aquel hombre, enfermo sin esperanza, amaba a aquella joven con una pasión
silenciosa, volcánica, de ardiente sensualidad, como correspondía a las
parecidas reacciones de su primera juventud? El instinto egoísta del enfermo
había hecho florecer en él la salud, al mismo tiempo que el deseo de posesión;
ahora, este ardor, al no ser satisfecho, ¿no devoraría rápidamente sus últimas
reservas vitales?
Y pasaron cinco años sin
recibir señal de vida por su parte, pero también sin que me llegase la noticia
de su muerte. El año pasado me encontraba en Italia, por Roma y sus
alrededores. Pasé los meses de estío en los montes, volví a fines de septiembre
a la ciudad. Era una noche calurosa, estaba ante una taza de té, en el Café
Aranjo; hojeaba mi periódico y miraba distraído la variada actividad del amplio
y luminoso local. Los clientes llegaban o se iban, los camareros iban y venían,
y algunas veces se oían, gracias a las puertas ampliamente abiertas, los
prolongados voceos de los chicos que vendían diarios afuera. De repente veo a
un señor de mi edad, que se mueve lentamente entre las mesas, dirigiéndose
hacia la salida... Ese modo de andar... Pero ya se vuelve hacia mí, alza las
cejas y se me acerca con un "¡Ah!" entre alegre y asombrado.
- ¿Tú aquí? - exclamamos
ambos a la vez, y él me dice:
- ¡Luego vivimos ambos todavía!
- ¡Luego vivimos ambos todavía!
Su mirada se apartó un
poco al decirlo. Apenas si había cambiado en esos cinco años; sólo quizá su
rostro se había hecho bastante más delgado, sus ojos se habían hundida más en
sus cuencas. De vez en cuando respiraba profundamente.
- ¿Hace mucho que estás en Roma? - preguntó.
- En la ciudad, no mucho; estuve unas meses en la provincia. ¿Y tú?
- ¿Hace mucho que estás en Roma? - preguntó.
- En la ciudad, no mucho; estuve unas meses en la provincia. ¿Y tú?
- Hasta hace una semana, he estado junto al mar. Ya sabes que siempre lo
preferí a la montaña... Sí, desde que no nos hemos visto, he conocido gran
cantidad de países.
Mientras se tomaba un sorbete, comenzó a contarme cómo había pasado
aquellos años: de viaje, siempre de viaje. Recorrió las montañas del Tirol,
viajó despacio por toda Italia, pasó de Sicilia a África y hablaba de Argel,
Túnez y Egipto.
- Estuve además algún tiempo en Alemania - dijo -, en Karlsruhe; mis
padres deseaban verme con urgencia, y no querían dejarme marchar. He vuelto a
Italia hace tres meses. En el Sur me siento como en mi hogar, ¿sabes? !Roma me
agrada sobremanera!
Por mi parte, aún no le
había preguntado acerca de su estado de salud, por lo cual dije:
- De todo esto, debo deducir que te encuentras muy fortalecido, ¿no?
Me miró un momento con expresión interrogante; luego Respondió:
- ¿Quieres decir, por qué viajo tan activamente? Pues te diré: Es una
necesidad muy natural. ¿Qué quieres? Me han prohibido fumar, beber y amar...
luego necesito alguna especie de narcótico, ¿comprendes?
Como yo callaba, agregó:
- Muy necesario... desde hace cinco años.
Habíamos llegado al punto que hasta aquel instante evitábamos, y la
pausa que se produjo expresó la confusión de ambos. Se recostó contra el
respaldo de terciopelo y miró hacia el candelabro del techo. Luego dijo
súbitamente:
- Sobre todo, ¿me perdonas que haya estado tanto tiempo sin darte
noticias mías? ¿Lo comprendes?
- Desde luego.
- ¿Sabes algo acerca de mis aventuras de Munich? - prosiguió en tono
casi de dureza.
-Sí. Durante todo este tiempo he guardado un mensaje para ti. Un mensaje
de una mujer.
Sus ojos cansados llamearon brevemente. Luego dijo en el mismo tono seco
y cortante de antes:
- Sepamos si se trata de alguna novedad.
- Sepamos si se trata de alguna novedad.
- Novedad, no creo; sólo una confirmación de lo que tú mismo supiste por
ella...
Y le repetí, inmersos ambos en aquella multitud que charlaba y
gesticulaba, las palabras que aquella noche me confió la baronesa. Él escuchaba pasándose la mano por la frente, y al fin dijo, sin dar
señales de estar conmovido:
- Gracias.
- Gracias.
Su tono comenzó a hacerme dudar.
- Cierto que sobre esas palabras han pasado los años - dije -, cinco
largos años que ella y tú habéis vivido... miles de nuevas impresiones,
sensaciones, pensamientos, deseos...
Me interrumpí, pues él se irguió y dijo con voz en la que vibraba
nuevamente la pasión que por un momento creí apagada:
- ¡Yo... me atengo a esas palabras!
En ese momento reconocí en su
rostro y en toda su actitud la expresión que observé en él aquella vez, cuando
conocí a la baronesa: aquella tranquilidad forzada, aquella tensión dominada
que muestra la fiera antes de saltar.
Desvié la conversación, y volvimos a hablar de sus viajes, de los
estudios realizados durante ellos; no parecían ser muchos, y habló de ellos con
bastante indiferencia.
Poco después de medianoche se levantó.
- Necesito dormir o más bien estar solo... Mañana por la mañana puedes
encontrarme en la Galleria Doria. Estoy copiando a Saraceni; me he enamorado
del ángel músico. Sé bueno y ven. Me he alegrado de encontrarte aquí, Buenas
noches.
Dicho esto salió,
despacio, tranquilo, con movimientos cansados, indolentes. Durante todo el mes
siguiente recorrí la ciudad con él; Roma, ese museo rebosante de todas las
artes, la moderna metrópoli del sur, una ciudad llena de vida ruidosa, rápida,
ardiente, sensual, en la que el viento cálido pone una nota de indolencia
oriental.
El comportamiento de
Paolo fue siempre el mismo. Por lo general era serio y callado, y a veces caía
en un cansado relajamiento, del cual solía recuperarse repentinamente, con un
relampagueo en sus ojos, para continuar con ardor una conversación
anteriormente abandonada. Debo mencionar un día en que hizo algunas
observaciones, cuyo verdadero sentido no he podido comprender hasta ahora.
Era un domingo. Habíamos
aprovechado la maravillosa mañana de fines del estío para dar un paseo por la
Vía Appia y descansábamos, después de haber seguido durante largo trecho la
antigua ruta, en aquella pequeña colina rodeada de cipreses, desde la que se
disfruta una estupenda vista sobre la soleada Campagna, con el gran acueducto,
y al fondo los montes Albanos, envueltos en una delicada niebla.
Paolo descansaba medio echado sobre el cálido suelo cubierto de hierba,
con la barbilla apoyada en la mano, y mirando a lo lejos con ojos cansados,
velados. Cuando se dirigió a mí fue uno de aquellos despertares de su completa
apatía, tan repentinos:
- ¡El ambiente! ¡Todo este efecto se debe al ambiente!
Murmuré alguna afirmación, y hubo un silencio. Luego, sin transición, me dijo, volviendo
hacia mí el rostro, con cierto énfasis:
- Dime, ¿no te ha sorprendido, en el fondo, encontrarme aún con vida?
Guardé silencio, sorprendido, y él volvió a mirar la lejanía con
expresión pensativa.
- A mí... sí - prosiguió lentamente- . En realidad, cada día me
maravillo de ello. ¿Sabes cómo me encuentro, de hecho? El médico francés de
Argel me decía. "¡El diablo me lleve si comprendo cómo puede viajar
todavía! ¡Le aconsejo que se vuelva a su casa y se meta en la cama!"
Tenía confianza conmigo porque cada noche nos reuníamos a jugar al
dominó.
-"Todavía estoy vivo. Casi cada día estoy en las últimas. Por la
noche, acostado en la oscuridad - ¡sobre el lado derecho, se entiende! - el
corazón me palpita hasta el cuello, siento vértigo hasta tal punto que me brota
un sudor de angustia, y luego, de improviso, siento como si la Muerte me
estuviera tocando. Por un instante todo se detiene en mi interior, los latidos
del corazón cesan, la respiración falla. Me incorporo, enciendo la luz, respiro
hondo y devoro con la mirada los objetos que me rodean. Luego bebo un sorbo de
agua y me echo, siempre sobre el costado derecho, y poco a poco vuelvo a
dormirme.
- "Duermo mucho y con un
sueño muy profundo, pues en realidad siempre estoy agotado. ¿Sabes, que si
quisiera, podría tenderme ahora aquí mismo y morirme? Así es de sencillo.
-"Creo que durante estos años habré visto mil veces la muerte cara
a cara. No he muerto. Algo me sostiene... Me levanto, pienso algo, me aferro a
una frase, que repito hasta veinte veces, mientras mis ojos absorben ávidamente
toda la luz y la vida que hallan a mi alrededor... ¿Me comprendes?
Permaneció inmóvil, echado, y apenas parecía esperar una respuesta. Ya
no sé lo que contesté; pero nunca olvidaré la impresión que me causaron sus
palabras.
Y luego, aquel día... !Oh!, siento como
si lo hubiera vivido ayer mismo. Era uno de los primeros días de otoño,
aquellos días grises, extrañamente cálidos, en los que el viento húmedo
opresivo de África barre las calles, y por la noche cruzan el cielo, uno tras
otro, los relámpagos.
Por la mañana entré en la
habitación de Paolo, para salir con él. Su maleta grande estaba en medio de la
estancia, y tenía el armario y la cómoda abiertos de par en par; sus apuntes a
la acuarela de Oriente y el vaciado en yeso de la cabeza de Juno del Vaticano
estaban aún en sus respectivos lugares.
Él estaba de pie junto a la ventana, muy erguido, y no dejó de mirar
hacia fuera cuando me detuve, lanzando una exclamación de asombro. Luego se
volvió brevemente, alargándome una carta, y sin decir más que:
- Lee.
Le miré. En aquel rostro delgado y amarillo de enfermo, con los ojos
negros y febriles, había una expresión como la que por lo común sólo puede
producir la muerte, de una inmensa seriedad, que me hizo bajar los ojos hacia
la carta, que había cogido. Y leí:
"Muy apreciado señor Hofmann: A la amabilidad de sus señores
padres, a quienes me dirigí, debo el conocimiento de su dirección, y espero
ahora que acoja usted amistosamente estas líneas. Permítame asegurarle,
estimado señor Hofmann, que durante estos cinco años le he recordado siempre
con el sentimiento de una sincera amistad. Si hubiera de creer que su repentina
marcha, en aquel día tan doloroso para usted y también para mí, significaba
enemistad hacia mí y los míos, ello me entristecería aún más profundamente, de
lo que me asustó y sorprendió la petición hecha por su parte de la mano de mi
hija. En aquella ocasión le hablé a usted de hombre a hombre, comunicándole con
sinceridad y arriesgándome a parecer brutal, el motivo por el cual debía negar
la mano de mi hija a un hombre, lo repito, tan apreciado por mí en todos los
conceptos; y le hablé también como padre, preocupado por una felicidad estable
de su única hija, y que hubiera evitado el nacimiento de los afanes que usted
sabe, si tan sólo hubiera podido pensar en esta posibilidad. En esta misma
calidad, apreciado señor Hofmann, me dirijo hoy a usted, como amigo y como
padre. Han pasado cinco años desde su marcha, y si hasta ahora no he tenido
ocasión de darme cuenta de la profundidad de la inclinación que supo usted
inspirar a mí hija, recientemente ocurrió un hecho que hubo de abrirme por
completo los ojos. ¿Por qué iba a ocultarle a usted que mi hija rechazó por usted
la petición formal de un hombre excelente, petición que yo como padre tenía
numerosos motivos para apoyar? El paso de los años no ha podido modificar los
sentimientos y anhelos de mi hija, y si en el caso de usted - le pregunto
sincera y francamente - ocurriera lo mismo, declaro aquí que como padre no
deseo constituir obstáculo a la felicidad de mi hija. En espera de su
contestación, por la cual, cualquiera que ella sea, le quedo profundamente
reconocido, y sin más que agregar a estas líneas, salvo manifestarle mi más
distinguida consideración, le saludo atentamente,
Oskar, barón de
Stein."
Alcé los ojos. Tenía las manos a la espalda y se había vuelto de nuevo
hacia la ventana. Dije solamente.
- ¿Te vas?
Sin mirarme, él contestó:
- Mañana por la mañana han de quedar dispuestas mis cosas.
El día pasó, ocupado en diligencias y en hacer maletas, en lo que le
ayudé, y al anochecer le propuse que diéramos un último paseo por las calles de
la ciudad.
Hacía aún un bochorno insoportable, y el cielo brillaba a cada segundo
en súbitos resplandores fosfóricos. Paolo parecía tranquilo y cansado, pero su
respiración era honda y pesada.
Durante cerca de una hora paseamos en silencio o hablando de cosas
indiferentes, y nos detuvimos luego ante la Fontana de Trevi, aquella famosa
fuente que muestra el carro del dios marino.
Una vez más, contemplamos largamente y con admiración ese magnífico
grupo que, iluminado constantemente por azulados relámpagos, producía una
impresión casi mágica. Mi acompañante dijo:
- Desde luego, Bernini me maravilla aún en las obras de sus discípulos.
No comprendo a sus enemigos. Cierto que si el Juicio Final es más escultura que
pintura, todas las obras de Bernini son más bien pinturas que esculturas. Pero,
¿dónde hallaremos un decorador más grande?
- ¿Conoces la leyenda de esta fuente? Dicen que quien al marcharse de
Roma bebe aquí, vuelve siempre. Aquí tienes mi vaso - y lo llené en uno de los
surtidores ¡volverás a ver tu Roma!
Tomó el vaso y se lo llevó a los labios. En este instante todo el cielo
llameó en un relámpago deslumbrante y prolongado, y el delicado recipiente se
hizo pedazos en el borde pétreo de la fuente, con un sonido argentino.
Con su pañuelo, Paolo se
secó el agua de su traje.
- Soy nervioso y torpe - dijo -. Vámonos, Espero que el vaso no tuviera
mucho valor.
Al día siguiente el tiempo había despejado. Un cielo de verano, radiante
y luminoso, reía sobre nosotros mientras nos dirigíamos a la estación.
La despedida fue breve. Paolo me estrechó la mano en silencio cuando le
deseé felicidad, mucha felicidad. Permanecí mirándole largo rato, mientras se
alejaba, muy erguido junto a la amplia ventanilla. En sus ojos había una gran
seriedad... y una expresión de triunfo.
¿Qué más voy a decir? Murió: en
la mañana siguiente a su noche de bodas... casi en la misma noche de bodas.
Así había de ser. ¿No fue
la voluntad, únicamente la voluntad de ser feliz, lo que le hizo vencer tanto
tiempo a la muerte? Hubo de morir, sin lucha y sin resistencias, una vez
satisfecha esa voluntad; ya no tenía motivo para seguir viviendo.
Me he preguntado si obró mal, si hizo
mal conscientemente a aquélla con quien se unía. Mas yo la vi en el entierro,
de pie a la cabecera de su ataúd, y vi también en su rostro la expresión que
descubrí en el suyo: la solemne y fuerte seriedad del triunfo.
FIN
THOMAS MANN
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Voluntad de vivir – Schopenhauer.
La voluntad de vivir la encontramos con un
tema persistente en la filosofía, pero quizá no hay un concepto claro de ella.
Mientras que algunos entenderán que no se
trata de una decisión sino de un instinto natural de supervivencia o de
pervivir, en otros casos se asumirá como una elección consciente frente a sus
alternativas, es decir, la amenaza de muerte y el suicidio. Sin embargo, hay
una tercera acepción muy específica que es de gran importancia para la ética:
Nietzsche ocupa “voluntad de vivir” o “voluntad de vida” como estrategia para
criticar a la moral y al racionalismo, pues la vida es aquello que no puede
controlarse o domesticarse.
La voluntad de
poder de Nietzsche se opone a la mera voluntad de
vivir de Schopenhauer. Toda fuerza impulsora es voluntad de
poder que, en este sentido, es la esencia misma del ser, y que, como
principio afirmador, está situado más allá del bien y del mal.
Voluntad de poder, voluntad
de potencia o voluntad
de pujanza es un concepto importante de la filosofía de Friedrich Nietzsche. Esta describe lo que él consideraba el motor principal del
hombre: la ambición de lograr sus deseos, la demostración de fuerza que lo hace
presentarse al mundo y estar en el lugar que siente que le corresponde; todas
esas son manifestaciones de la voluntad de poder. Otro punto particular de la
voluntad de poder es que también representa un proceso de expansión de la
energía creativa que, de acuerdo con Nietzsche, era la fuerza interna
fundamental de la naturaleza.
El pensamiento de Nietzsche fue influenciado
por Arthur Schopenhauer, a quien Nietzsche descubrió en 1865.
Schopenhauer explica que el universo y Todo está impulsado por una fuerza primordial de vivir, la "voluntad de vivir", que impulsa a todas las criaturas vivientes a evitar la muerte y procrear. Para Schopenhauer, esta voluntad es el aspecto más fundamental de la realidad, incluso más que el ser.
Schopenhauer explica que el universo y Todo está impulsado por una fuerza primordial de vivir, la "voluntad de vivir", que impulsa a todas las criaturas vivientes a evitar la muerte y procrear. Para Schopenhauer, esta voluntad es el aspecto más fundamental de la realidad, incluso más que el ser.
Otra influencia de Nietzsche fue Ruđer Bošković, a quien descubrió y aprendió a través de la
lectura de Friedrich Albert Lange Geschichte des Materialismus (Historia del materialismo).
En 1872, Nietzsche empezó el estudio del libro de Boscovich "Theoria
Philosophia Naturalis" por sí mismo. Nietzsche
hace la única referencia a las obras publicadas de Boscovich en Más allá del bien y del mal, donde declara la guerra al
atomismo del alma. Boscovich
había rechazado la idea del "atomismo materialista", el cual
Nietzsche llama "una de las mejores teorías refutadas que hay". La idea de centros de fuerza serían
centrales en las teorías posteriores de Nietzsche acerca de la "voluntad
de poder".
El concepto de la voluntad de poder en el
pensamiento de Nietzsche ha cobrado muchas interpretaciones, siendo la más
discutible la apropiación y explotación por el nacionalsocialismo como el deseo por la pasión y del
poder (poder entendido en este caso como el concepto más limitado de
"dominación"). Algunos nacionalsocialistas como Alfred Bäumler también plantearon una interpretación
biológica de la voluntad de poder, equiparándolo con una forma de darwinismo social, a pesar de que Nietzsche criticó a este
último en sus obras. Esta interpretación fue criticada por Martin Heidegger en sus cursos de 1930 acerca de
Nietzsche. Por Wille zur Macht,
Nietzsche no se refería a un poder físico o político, sino que a la
"Voluntad de poder" como un concepto particular e inédito, a
diferencia de la unión de dos conceptos por separados: Voluntad y poder.
A diferencia de la conceptualización
biológica y voluntaria de la Wille zur Macht,
Heidegger y Deleuze han propuesto que la Voluntad de poder y el eterno retorno deben considerarse en conjunto.
Primeramente, el concepto debe ser contrastado con la "Voluntad de
vivir" de Schopenhauer y considerar el trasfondo y críticas de Nietzsche a Schopenhauer. Éste planteaba una "voluntad de
vivir", en el que las cosas vivientes se encontraban motivadas por la
sustentación y desarrollo de sus propias vidas. En cambio, Nietzsche planteaba
una voluntad de poder en la que las cosas vivientes no sólo se encuentran
motivadas por la mera necesidad de mantenerse vivas, sino que, en realidad
tenían una gran necesidad de ejercer y utilizar el poder para crecer y expandir
su fortaleza y posiblemente para someter otras voluntades en el proceso.
Nietzsche veía la "voluntad de vivir" como secundaria de una primaria
"voluntad de poder" y mejoramiento o afirmación de la vida. De este
modo, se oponía al darwinismo social en la medida en que criticó la validez del
concepto de adaptación, que consideraba una "voluntad de vivir"
estrecha y débil.
En definitiva, el hombre que guía su vida
según la voluntad de poder (el Übermensch, superhombre), es un
hombre que intenta siempre superarse a sí mismo, mejorarse en todas sus
facetas, etc. No tiene en cuenta lo que los demás piensen o digan de él, se
enfrenta a la vida y asume la realidad, procura vivir de una manera tal que si
tuviera que vivir de nuevo infinidad de veces esa misma vida, sería feliz al
hacerlo. Es un hombre libre que repudia la debilidad y la esclavitud.
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