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Fotografía tomada en 1882 por Napoleon Sarony |
He tenido la oportunidad de visitar Irlanda en tres ocasiones y es de
los países que más me ha ofrecido desde distintos puntos de vista, la belleza
de sus parajes naturales, la amabilidad de sus habitantes y el encanto del
hecho de pasear por las calles de su capital, Dublín, entre otros muchos. La
ciudad entera rezuma cultura y tradición, su clima, incluyendo la pluviosidad,
le aporta un atractivo especial. Entre todas las disciplinas culturales y
artísticas me voy a centrar, aunque sea brevemente en la música y un poco más
extensamente en la literatura, en concreto en la figura de mi admirado Oscar
Wilde.
En Irlanda se cuida mucho la música
tradicional irlandesa, pero aparte destacan figuras
musicales del tardío siglo XX como Enya, Christy Moore, Pat
Ingolsby, Shane MacGowan y Sinéad O'Connor. También se destaca la banda de rock U2, The Corrs, The Cranberries, Gary Moore, Thin Lizzy (liderados por el mítico Phil
Lynott), Rory Gallagher, Westlife, Boyzone, The Script, Niall Horan (miembro de la boyband One Direction) y Chris de Burgh. En música más tradicional destacan Enya, The Dubliners, Tara Blaise y The Chieftains entre otros, además de James Galway (flautista clásico), Roisin Murphy vocalista del grupo Moloko. También destacan los cantantes
masculinos de baladas como Ronan Keating, Hozier, y Damien Rice.
Quiero
hacer una mención especial a la literatura irlandesa. La isla de Irlanda
es famosa por el Libro de Kells, también conocido como Gran
Evangeliario de San Columba, un manuscrito ilustrado
con motivos ornamentales, realizado por monjes celtas hacia el
año 800.
Pieza principal del cristianismo irlandés y del arte mirlando-sajón,
constituye, a pesar de estar inconcluso, uno de los más suntuosos manuscritos
iluminados que han sobrevivido a la Edad Media.
Debido a su gran belleza y a la excelente técnica de su acabado, este
manuscrito está considerado por muchos especialistas como uno de los más
importantes vestigios del arte religioso medieval. Escrito en latín,
el Libro de Kells contiene los cuatro Evangelios (del Nuevo
Testamento).
La poesía irlandesa
representa la más vieja poesía vernácula en Europa.
Los ejemplos más tempranos, datan del siglo VI, y consisten generalmente en
pequeñas obras líricas que tratan temas religiosos o
naturalistas. Fueron compuestas frecuentemente por los escribanos en los
márgenes de los manuscritos ilustrados que ellos mismos copiaban.
También aquí han nacido
escritores tales como Jonathan Swift, Laurence Sterne, Brendan Behan, Douglas Hyde, Flann O'Brien, Sheridan Le Fanu, Sean O'Casey, George Berkeley, James Joyce, George
Bernard Shaw, Richard
Brinsley Sheridan, Oliver Goldsmith, Oscar Wilde, Bram Stoker, W. B. Yeats, Samuel Beckett, Seamus Heaney, Herminie T. Kavanagh, C. S. Lewis y otros.
De todos
los citados me quedo con Oscar Wilde, por su estilo narrativo, su exquisita
sensibilidad y lo azaroso de su vida, tuve la suerte de visitar, en mi último
viaje a la isla, la casa- museo donde nació y dejó una impronta indeleble en mi
“disco duro”.
Oscar
Fingal O'Flahertie Wills Wilde (Dublín, Irlanda, entonces perteneciente al Reino Unido, 16 de octubre de 1854 - París, Francia, 30
de noviembre de 1900) fue un escritor, poeta y dramaturgo de
origen irlandés.
Wilde es
considerado uno de los dramaturgos más destacados del Londres victoriano
tardío; además, fue una celebridad de la época debido a su gran y aguzado
ingenio. Hoy en día, es recordado por sus epigramas,
sus obras de teatro y la tragedia de su
encarcelamiento, seguida de su temprana muerte.
Hijo de
destacados intelectuales de Dublín, desde edad temprana adquirió fluidez en
el francés y el alemán.
Mostró ser un prominente clasicista, primero en Trinity College, Dublín y después
en Magdalen College (Oxford), de donde se
licenció con los reconocimientos más altos en estudios clásicos, tanto para los
llamados Mods, considerados tradicionalmente los exámenes más
difíciles del mundo, como en los Greats (Literae Humaniores). Guiado por dos de sus tutores, Walter Pater y John Ruskin,
se dio a conocer por su implicación en la creciente filosofía del esteticismo.
También exploró profundamente el catolicismo —religión
a la que se convirtió en su lecho de muerte—. Tras su paso por la universidad, se trasladó a Londres, donde alternó
en los círculos culturales y sociales de moda.
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Nota que le dejó el marqués de Queensberry a Oscar Wilde. |
Como un
portavoz del esteticismo, se dedicó a varias actividades literarias; publicó un
libro de poemas, dio conferencias en Estados
Unidos y Canadá sobre
el Renacimiento inglés y después regresó a Londres, donde trabajó prolíficamente como
periodista. Conocido por su ingenio mordaz, su vestir
extravagante y su brillante conversación, Wilde se convirtió en una de las mayores
personalidades de su tiempo.
En
la década de 1890 refinó sus ideas sobre la
supremacía del arte en una serie de diálogos y ensayos, e incorporó temas de
decadencia, duplicidad y belleza en su única novela, El retrato de Dorian Gray. La
oportunidad para desarrollar con precisión detalles estéticos y combinarlos con
temas sociales le indujo a escribir teatro. En París, escribió Salomé en francés, pero su
representación fue prohibida porque en la obra aparecían personajes bíblicos. Imperturbable, escribió cuatro «comedias
divertidas para gente seria» a principios de la década de 1890, convirtiéndose
en uno de los más exitosos dramaturgos del Londres victoriano tardío.
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Constance Lloyd, esposa de Wilde, y Cyril, su hijo. |
En el
apogeo de su fama y éxito, mientras su obra maestra La importancia de llamarse Ernesto seguía
representándose en el escenario, Wilde demandó al padre de su amigo y
amante Alfred Douglas por difamación,
al haber sido acusado de homosexualidad. Después de una serie de juicios, y por
las pruebas presentadas para el caso, Wilde fue declarado culpable de
indecencia grave y encarcelado por dos años, obligado a realizar trabajos
forzados. En prisión, escribió De Profundis, una larga carta que
describe el viaje espiritual que experimentó luego de sus juicios, un
contrapunto oscuro a su anterior filosofía hedonista.
Tras su liberación, partió inmediatamente a Francia, donde escribió su última obra La balada de la cárcel de Reading,
un poema en conmemoración a los duros ritmos de la vida carcelaria. Murió indigente en París, a la edad de cuarenta y
seis años.
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Proceso de Oscar Wilde (The Illustrated Police News, 1895) |
Reina Henrietta Maria
En la tienda solitaria, aguardando la victoria
está ella en pie, empañados los ojos por la bruma del
dolor,
semejante a un pálido lirio empapado por la lluvia:
el resonar clamoroso de las armas, el cielo
ensangrentado,
el estrago de la guerra y los destrozos de la
caballería
a su alma orgullosa no pueden traer vulgar temor
alguno:
valientemente se demora, aguardando a su Señor el Rey
inflamada el alma de apasionado éxtasis.
¡Oh cabellos de oro! ¡Oh labios purpurinos! ¡Oh rostro
hecho para la seducción y el amor del hombre!
Contigo olvido el esfuerzo y la violencia
el camino sin amor que no conoce lugar de descanso,
el pulso contraído del tiempo, el tremendo cansancio
del alma, mi libertad y mi vida republicana.
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Detalle de la tumba de Oscar Wilde en París |
Escribí cuando no conocía la vida. Ahora
que entiendo su significado, ya no tengo que escribir. La vida no puede
escribirse; sólo puede vivirse.
Oscar Wilde
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Una caricatura de The Wasp que representa a Wilde durante su visita a San Francisco en 1882. |
El gigante egoísta
(“The Selfish Giant”)
(“The Selfish Giant”)
Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños
se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con
arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá,
entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce
albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color
rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados.
Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta
dulzura, que los niños dejaban de jugar para escuchar sus
trinos.
—¡Qué
felices somos aquí! —se decían unos a otros.
Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
—¿Qué hacen aquí? —surgió con su voz
retumbante. Los niños escaparon corriendo en desbandada. —Este jardín es mío. Es mi jardín propio —dijo el
Gigante—; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar
aquí.
Y de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta
puso un cartel que decía:
PROHIBIDA LA ENTRADA
BAJO PENA DE LEY
BAJO PENA DE LEY
Era
un Gigante egoísta...Los pobres niños se quedaron sin tener donde jugar.
Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo,
estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del
muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que
había detrás.
—¡Qué dichosos éramos allí!
—se decían unos a otros. Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se
pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta
permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y
los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó
entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños,
que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida. Los únicos
que ahí se sentían a gusto, eran la Nieve y la Escarcha.
—La Primavera se olvidó de este jardín —se dijeron—, así que
nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La
Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata
los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para
que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte.
Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día,
desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
—¡Qué lugar más agradable! —dijo—. Tenemos que decirle
al Granizo que venga a estar con nosotros también. Y vino el Granizo
también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la
mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar
vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su
aliento era como el hielo.
—No
entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí— decía el Gigante
Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y
blanco, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero
la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados
en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno. —Es
un gigante demasiado egoísta—decían los
frutales. De esta manera, el jardín del
Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el
Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba
en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera.
Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos
que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando
frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar
ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo.
Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un
perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas. —¡Qué
bueno! Parece que al fin llegó la Primavera —dijo el Gigante y saltó de la cama
para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que
vio? Ante sus ojos había un espectáculo
maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y habían trepado a los árboles. En cada árbol
había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con
ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas
sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de
ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un
rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se
encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas
del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando
amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y
nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas
que parecían a punto de quebrarse. —¡Sube a mí, niñito! —decía el árbol,
inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El
Gigante sintió que el corazón se le derretía. —¡Cuán egoísta he sido! —exclamó—. Ahora sé por qué la
Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y
después voy a derribar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar
de juegos para los niños. Estaba de veras arrepentido por lo que había
hecho. Bajó entonces la escalera, abrió
cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo
vieron los niños se aterrorizaron, salieron corriendo y el jardín quedó en
Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque
tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el
Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo
subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar
en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros
niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo
alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
—Desde
ahora el jardín será para ustedes, hijos míos —dijo el Gigante, y cogiendo un
hacha enorme, echó abajo el muro.
Al
mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante
jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto
jamás. Estuvieron allí jugando todo el día,
y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
—Pero, ¿dónde está el más pequeñito? —preguntó el Gigante—,
¿ese niño que subí al árbol del rincón? El Gigante lo quería más que
a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
—No lo sabemos —respondieron los niños—, se marchó solito.
—Díganle que vuelva mañana —dijo el
Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían donde vivía y que nunca lo habían
visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste. Todas las tardes al
salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más
chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El
Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer
amiguito y muy a menudo se acordaba de
él. —¡Cómo me gustaría volverle a ver!
—repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se
puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un
enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
Una mañana de invierno, miró por la ventana mientras se
vestía. Ya no odiaba el invierno pues sabía que el invierno era simplemente la primavera
dormida, y que las flores estaban descansando. Sin embargo, de pronto se
restregó los ojos, maravillado y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón
más lejano del jardín, había un árbol cubierto por completo de flores blancas.
Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del
árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de
menos. Lleno de alegría el Gigante bajó
corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño
su rostro enrojeció de ira, y dijo: —¿Quién se ha atrevido a hacerte daño? Porque
en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había
huellas de clavos en sus pies.
—¿Pero, quién se atrevió a herirte?
—gritó el Gigante—. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
—¡No! —respondió el niño—. Estas son las heridas del Amor. —¿Quién
eres tú, mi pequeño niñito? —preguntó el Gigante, y un extraño temor lo
invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño. Entonces el niño sonrió
al Gigante, y le dijo: —Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy
jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso. Y cuando los niños
llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol.
Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
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Oscar Wilde reclinado con su libro Poemas; por Napoleon Sarony en Nueva York (1882). |
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