Pedro Ángel tiene 26 años y vive solo en un pequeño apartamento alquilado que sufraga con ayuda de los servicios sociales municipales, percibe una Pensión no contributiva que le gestionó su padre a través del trabajador social de su centro de salud mental. Hasta hace un año y medio trabajó como empleado en una ferretería ubicada cerca del domicilio familiar.
Recientemente ha estado ingresado
por segunda vez en la Unidad de hospitalización psiquiátrica del Hospital General
de la capital, en esta ocasión por un episodio depresivo que empezó a
manifestarse tres meses antes.
Casi a diario permanecía largas horas
encerrado en su habitación sin contacto con el exterior y un día, cuando su padre fue a visitarlo encontró una
soga sobre la mesa de la cocina, Pedro admitió que planeaba ahorcarse, llegó a
confesar a su padre: “Papá,
es que no te puedes imaginar lo que estoy sufriendo, vosotros no os lo creéis,
las voces martillean continuamente mi cabeza, la gente me mira mal, les tengo
miedo y yo les doy miedo, se apartan cuando camino por la calle, la televisión
me habla, los personajes de las películas se mofan de mí, los vecinos me
increpan, hablan entre ellos, un día de éstos vienen a por mí, me quieren
eliminar como si fuera escoria y vosotros no hacéis nada, lo mío no tiene
solución, ¿Es que no lo ves?”.
Su padre, entre lágrimas, lo llevó inmediatamente a Urgencias del hospital de
referencia y quedó ingresado. Ocho meses antes había estado
internado en el mismo hospital por un episodio psicótico. Durante el año
anterior se había vuelto progresivamente introvertido y se recluía en su
habitación de la casa paterna. Dijo que tenía la sensación de que sus
compañeros de trabajo lo vigilaban y hablaban de él a sus espaldas. Tenía
dificultad para concentrarse y a menudo se retiraba por mucho tiempo al baño.
En la calle la gente lo miraba de manera poco usual y tenía la impresión de que
lo creían homosexual.
Sentía que su teléfono estaba intervenido. Cuando estaba en su cuarto
escuchaba a sus vecinos hablar acerca de
lo que él hacía y pensaban “ahora está yendo nuevamente al baño, seguro que es
homosexual, trataremos de deshacernos de
él”. Un día, sin justificación, dejó de ir al trabajo y fue despedido. Después
de ello se encerró en su habitación y sólo salía de noche. Tenía la sensación
de que sus vecinos trataban de molestarlo, enviando corrientes eléctricas que
afectaban sus genitales, por lo que finalmente se mudó a un hotel. Aún allí oía
las voces procedentes de las habitaciones contiguas y sentía la influencia de
la electricidad que mandaban; finalmente fue a la policía. Desde la comisaría llamaron
a su padre quien manifestó haber estado preocupado por su hijo desde hacía
tiempo. Dijo que éste se había vuelto tan poco comunicativo que se negaba a
contestar el teléfono. Su padre lo llevó al hospital y fue internado de
urgencia.
En el hospital se lo trató con Risperidona (6 mg./día) y después de un
mes mejoró como para ser dado alta. Siguió en tratamiento ambulatorio con el
mismo fármaco a dosis de 4.5mg/día y pudo continuar viviendo solo en su
departamento con un subsidio social. Aún oía voces que hablaban de él casi a
diario pero ahora se daba cuenta de que eran parte de su enfermedad y no le
daba demasiada importancia. Nada lo entusiasmaba y pasaba gran parte del tiempo
sin hacer nada, mirando por la ventana, o fumando. Concurría regularmente a sus
citas de seguimiento y tomaba sus medicamentos según prescripción médica. Según
su ficha de evaluación aparecía apático e hipoafectivo, pero aparte de eso, se
lo veía en estado de remisión. Para tratar efectos colaterales, recibía
biperideno (4mg /día).
Antecedentes: El paciente nació y
creció en una ciudad donde su padre era contable en una compañía importante. Era
el cuarto de cuatro hermanos. Después de terminar la escuela secundaria optó
por un ciclo formativo de grado medio de informática y poco después comenzó a
trabajar en una ferretería. No era ambicioso y se contentaba con ser empleado.
Había sido buen alumno en la escuela y tenía muchos amigos con los que se
mantuvo en contacto los primeros años después de finalizarla.
Más adelante se apartó de sus amigos y cada vez se encerró más en sí
mismo. Al terminar la escuela salió con una chica, pero luego perdió interés, y
ella lo dejó por otro. Después de ello no tuvo más interés en conocer otras
mujeres. En la ferretería era un empleado responsable aunque tenía una peculiar
falta de ambición e interés. Trabajaba mecánicamente y a veces los clientes se
quejaban de que no entendía lo que le pedían. Su padre había notado el cambio y
su familia había tratado de sacarlo de su aislamiento. Debido a que respondió
agresivamente lo dejaron solo aunque se mantuvieron en contacto por teléfono.
Los últimos años el paciente había vivido solo en un apartamento alquilado, ya
que parecía capaz de manejarse bien de esta manera. No había información alguna
de enfermedad mental en su familia. Su salud siempre había sido buena y nunca
había sido ingresado.
Al
ser internado por segunda vez, se lo notó moderadamente deprimido. Contestaba
en forma dubitativa y con frases cortas, y admitió que hacía tiempo que pensaba
en suicidarse pues creía que su situación no era nada halagüeña. Admitió que
desde hacía tiempo no se interesaba por nada, no sentía placer por ninguna
actividad y había perdido la confianza en sí mismo. Recientemente su sueño se
había visto alterado, y se despertaba muy temprano. No tenía mucho apetito y
había perdido algo de peso. Aún oía las voces que lo aludían pero no tan
frecuentemente, y aseguró que ya no les prestaba tanta atención. Se dio cuenta
de que tenía una enfermedad mental pero no pensaba en ella y no la usaba como
excusa para sentirse desamparado. El examen físico, incluyendo el neurológico
no revelaron anormalidades. En su internamiento previo le habían realizado
pruebas EEG y un TAC, que resultaron
normales y no se consideró necesario repetirlas en el segundo ingreso. Las
pruebas de laboratorio de rutina fueron normales.
El paciente fue diagnosticado de Trastorno Depresivo
que reunía los criterios para un episodio depresivo moderado: con humor
depresivo, pérdida de interés y placer, baja confianza en sí mismo,
pensamientos suicidas recurrentes, dificultad para pensar (probablemente debido
a discreta inhibición psicomotriz), perturbación del sueño y pérdida de peso
por disminución del apetito. El episodio depresivo apareció once meses después
de haber sido internado por primera vez con signos de trastorno esquizofrénico,
manifestado por voces que comentaban sus actos, experiencias somáticas pasivas,
delirio de perjuicio y retraimiento social, los que se desarrollaron
insidiosamente mas allá de los últimos seis meses. No había evidencia de trastorno
cerebral orgánico o de abuso de sustancias psicoactivas. En su primer
internamiento sus síntomas coincidían con los de una esquizofrenia paranoide
(F20.0). Al ser tratado con Risperidona obtuvo una remisión parcial, aunque aún
sentía la presencia de voces y tenía síntomas negativos como falta de iniciativa,
embotamiento afectivo y retraimiento social. Al aparecer un episodio depresivo
moderadamente severo dentro de los doce meses posteriores al diagnóstico de
esquizofrenia, el episodio actual responde a los criterios diagnósticos para
depresión post-esquizofrénica (F20.4). Es de destacar que el paciente demostró
tener cierta conciencia de enfermedad, respecto de su esquizofrenia, pero no
consideraba que tuviera relación con su actual depresión. Nosotros, en cambio,
sí la vemos como una manifestación esquizofrénica, catalogada como F20.4
Depresión post-esquizofrénica.
A mi juicio, y me consta que muchos colegas opinan como yo, la “etiqueta”
diagnóstica es importante para establecer un pronóstico y prescribir el
tratamiento más adecuado, y aunque el paciente y los familiares tienen todo el
derecho a conocer el nombre de la enfermedad, es más importante el
reconocimiento de que tiene un problema de salud mental que hay que seguir en
el tiempo para conseguir una normalización de su funcionamiento a todos los
niveles: personal, familiar, social y laboral, intentando evitar que el impacto
de esa “enfermedad” sea un mazazo estigmatizador para él y su entorno. El
abordaje debe ser interdisciplinar, implicando a todos los profesionales que
van a acompañar al paciente en el proceso, a buen seguro durante años, pero el
objetivo debe ser conseguir la integración completa en su medio socio-familiar.
Es controvertido el hecho de que la persona afectada pueda decidir si
debe llevar o no un tratamiento farmacológico a largo plazo, como defienden
últimamente las emergentes Asociaciones en Primera Persona, es decir,
asociaciones integradas únicamente por enfermos mentales. Mi opinión es que el
tratamiento, individualizado a cada persona y revisado con la continuidad apropiada,
garantiza un mejor funcionamiento y reduce la tasa de recaídas e internamientos
que, sin duda, agravarían el pronóstico y supondrían un enorme sufrimiento en
el paciente y su familia. Existe un consenso, basado en estudios rigurosamente
científicos, según el cual ,el tratamiento farmacológico, optimizado y revisado
de forma continua y por supuesto, complementado por abordaje psicoterapéutico y
las medidas rehabilitadoras necesarias y adaptadas a cada individuo, asegura un
mejor pronóstico a largo plazo, el paciente aprende a funcionar mucho mejor,
acepta la medicación como un eslabón “salvador”, no como un castigo divino ni
impuesto y VIVE su vida de una manera natural,
sin temor a interpretaciones estigmatizadoras de una sociedad que, a día de hoy, tiene mucho que aprender de los
enfermos mentales, capaces, como cualquier otra persona, de mantener un
comportamiento civilizado, productivo y nada peligroso.
1 comentario:
MUY interesante este articulo. Leo estos articulos cada vez que salen y este en particular me ha llamado mucho la atencion.
Somos muy robustos, a la vez de muy fragiles, y esa dualidad nos hace ser unicos. Espero que esta persona logre hallar la ayuda que necesita, y pueda disfrutar de nuevo de la vida.
Le deseo lo mejor
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