Sara tiene 39 años y padece SIDA
desde hace once. Fue diagnosticada tras sufrir una neumonía que no cedía con
los antibióticos convencionales y le estaba provocando tos y expectoración
desde hacía semanas, además de dolor en el pecho y un cansancio que limitaba
casi todas sus tareas, tanto en casa como en su recién estrenado trabajo de
maestra y que era la ilusión de su vida.
Tras atiborrarla a tratamiento
sintomático para la tos y la fiebre y ante la persistencia de su malestar, el
médico de primaria decidió enviarla a urgencias del hospital. En el área de
urgencias, acompañada por su novio permaneció largas horas, a la espera de
analíticas, radiografías, toma de muestras para análisis microbiológico y resto
de exploraciones rutinarias. Su aspecto era de abatimiento, su rictus triste,
facies emaciada y un tinte en la piel que daba una idea bastante clara de la
gravedad del caso. Se procedió a su ingreso en la planta de medicina interna no
sin antes consultar con el médico intensivista, habida cuenta del marcado deterioro
físico y la baja saturación de oxígeno.
Permaneció ingresada durante unos
interminables 39 días, “los mismos que años tiene”, comentó resignado Pedro, su
pareja desde los 17 años. El diagnóstico al alta fue de Neumonía por
Neumocistis Carinii. Iba a precisar un largo tiempo de recuperación pero, lo
peor vino cuando la Doctora Cava, mirando con dolor el informe impreso, que
temblaba en sus manos sudorosas, leyó las malditas palabras Síndrome de
Inmunodeficiencia Adquirida. El desconcierto se apoderó de Sara, miró a Pedro
con ojos escrutadores y a modo de lamento dijo: “no es posible, si yo nunca…”,
segundos después se derrumbó en la cama que había sido su “refugio” durante el
interminable ingreso.
Las siguientes semanas fueron horribles, la
tensión entre la joven pareja era indescriptible hasta que finalmente Pedro
confesó entre lágrimas que, hace un tiempo, mientras Sara preparaba las
oposiciones que la tuvieron “encerrada” durante dos largos años, él realizó un
viaje relámpago con sus amigos a Tailandia, para celebrar la despedida de
soltero de su amigo Guille, -“pero prácticamente no hice nada, sólo tonteé con
una chica en un local de alterne…”-, su rostro expresaba al mismo tiempo
incredulidad, vergüenza, pero sobre todo sentimientos de culpa, sólo pudo meter
la cabeza entre los hombros mientras Sara retiraba la suya y miró hacia la
mesita de noche que había junto a la cama, de un súbito manotazo tiró al suelo
el jarrón de tiernas margaritas que Pedro le había obsequiado esa misma mañana
a primera hora, cuando las luces del alba empezaban a iluminar la calle. Las
flores quedaron esparcidas inconexas por el suelo, entremezcladas con los
trozos de cristal del jarrón hecho añicos y el agua que milagrosamente había
pasado de ser transparente y pura a tomar un tinte rojizo que semejaba la
sangre dolorida de la chica.
Aunque las fuerzas aún eran muy exiguas por
la gravedad de su cuadro clínico, en un alarde de valentía y con voz ciertamente
sonora, no exenta de asertividad y por qué no decirlo dolor, contrariedad y
pena, invitó a “su chico” a que saliera de la habitación, quería asimilar en
soledad el duro golpe recibido, nunca había dudado sobre él y tenía que meditar
con serenidad sobre el camino a seguir, antes de tomar una decisión tan
trascendental para su vida, máxime cuando sabía que el proceso de recuperación,
si es que ésta había de producirse, iba a ser un calvario que a buen seguro él
iba a suavizar con sus cuidados y mimos.
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