Hace 2 meses tuve la oportunidad de conocer a Gloria en mi último periplo madrileño, cuando uno va con fe a los sitios suelen ocurrir cosas sorprendentes y a veces fantásticas. Me habló de un blog personal que tiene últimamente un poco abandonado, en él suele hablar de sus viajes por distintas partes del mundo. Se describe como una viajera (nunca turista) entusiasta y a juzgar por las descripciones de lugares y lugareños que conoce, uno se apuntaría a acompañarla aunque tuviera que formar parte de su equipaje a modo de polizón. Hoy he visitado una de sus post que expongo aquí, lógicamente, con su autorización.
POSTED ON 15 DICIEMBRE, 2018
Firmes
en el brillo del sol
Años después sobrevolaba el océano
índico mirando por la ventanilla, siete mil pies de altura, nubes densas y
espacios abiertos de un azul eléctrico como única compañía. Volvía de nuevo a
Tailandia con la plena seguridad de que todo habría cambiado, al igual que lo
había hecho yo, como sin duda lo habrían hecho todos ellos, aunque esto último
no tenía manera de saberlo.
En algún momento no específico todo se
había empezado a diluir, se espaciaron los mensajes y todos incumplimos la
promesa de volver a vernos. Nada fuera de la norma: diferentes ciudades,
diferentes obligaciones. De la generosidad del desconocido que nos había
reunido, no quedaba nada una vez que decidimos tomar aquel avión de vuelta.
Años antes nos habíamos encontrado en
Tonsai, náufragos todos nosotros de algunas experiencias vitales de mayor o
menor importancia. Con ganas de pasarlo bien y de no hacer muchas preguntas,
con el tiempo justo para conocernos , dar lo mejor de nosotros mismos y no
defraudar a nadie. Un juego de seducción perfecto en el mejor lugar posible.
Todo a favor. Habíamos llegado hasta allí atraídos por la idea de que la única
forma posible de llegar y salir de esa bahía era en uno de los long
tail boat tradicionales, huyendo de ese modo de las caóticas ciudades
y la masificación hotelera de otras playas. Palmeras, monos, mochileros de diseño,
post-hippies, escupidores de fuego y escaladores. El coral muerto bajo las
aguas, la única cosa visible que nos recordaba nuestra inevitable mortalidad.
El plancton luminoso y las Nubes de Magallanes, que no llegamos a ver, las dos
cosas que nos recordaban que siempre había que mantener la esperanza para
encontrar la eternidad.
Llevaba un par de días allí cuando, de
manera casual, terminamos por compartir la única mesa que quedaba. No pasó
mucho tiempo hasta que las botellas verdes empezaron a acumularse, los paquetes
de tabaco se compartieron y la conversación perdió sentido a medida que
nuestras risas resonaban en el chill out del decrépito resort
y, de pronto, me di cuenta de que había sucedido: ese momento en el que quieres
permanecer, en el que no te importa quien seas ni quien sea el otro, en el que
se establece la armonía del aquí, del ahora y deja de existir todo lo demás.
Alguien propuso salir de la playa y acercarnos hasta el pequeño poblado que
había en la ladera de la montaña. Más barato, más de verdad y por encima de
todo, más tentador. Todavía no sabíamos nuestros nombres al llegar. Alguien
dijo: “esto es como el Bronx”. Al día siguiente liquidamos cuentas
en el viejo resort y nos instalamos en el pueblo, en una destartalada cabaña
donde por fin nos pusimos nombre y en la que casi nunca nadie habló muy en
serio de si mismo. Mañanas de playa, snorkel y resaca. Atardeceres en
soledad. Noches de experimentación introspectiva, lunas alucinógenas, de
cócteles mal hechos y de personajes ajenos a nosotros que, llegaban a la playa
con prisas, y eran fácilmente sustituibles al día siguiente.
Alguien dijo: “nos quedan 21
horas de estar juntos”. “Todo el tiempo del mundo” respondí yo sin
mucho convencimiento. Días atrás alguien había propuesto: “¿Nos quedamos?”Todos
asentimos, cerveza en mano, con las olas del mar salpicando nuestros cuerpos,
el salvaje viento del este llevándose lo que quedaba de nuestras miserias,
bañados por el sol del atardecer en la proa de un barco, sin hablar, dejando
atrás unas Phi Phi de postal, viendo como los acantilados majestuosos de Krabi
y la tierra prometida de Tonsai se iba acercando a nosotros.
Aterricé en Phuket, tomé un ferry y
cuando anochecía llegué, más fácilmente de lo que creía, hasta Tonsai. Me gustó
comprobar que ese trozo de costa no hubiera cambiado mucho. El resort seguía
allí, desconchado pero firme. Viajeros en busca de un paraíso que ya habrían
visto en numerosas búsquedas por Google, desembarcaban. Me pareció reconocer a
algunos de los habitantes permanentes: rastas reconocibles y mujeres musulmanes
que nos habían hecho aún la vida más fácil cuando estuvimos allí. Nadie me
reconoció, solo me sonrieron y siguieron su camino. Me senté en una de las
cuevas y me abrí una Chang. El sabor y la sensación de la botella mojada en mi
mano me hicieron recordar muchas cosas. Sonreí. Respiré hondo, ignoré el
cansancio una vez más, y me dirigí hacia nuestra cabaña. Ya no estaba. En su
lugar, un bar de dudosa higiene anunciaba batidos y otras bebidas adornadas con
hongos de colores imposibles. Un grupo variopinto de españoles le gritaba a una
especie de chamán reconvertido en barman: “truco, truco, truco”. No
me lo pensé dos veces. Un momento después me hicieron un hueco entre ellos y
nos quedamos contemplando como se sucedía la magia.
“A
mis desconocidos amigos que inspiraron este relato, sin los
que ninguno de los trucos hubieran funcionado”
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La
canción, que en mi viaje de vuelta, puso la
música y dio título al relato:
https://www.youtube.com/watch?v=7kE3my5h74I
https://www.youtube.com/watch?v=7kE3my5h74I
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