Hace
aproximadamente un año vi por primera vez a la madre de Santiago, un chico de
28 años, medio payo y medio gitano. Se presentó sin cita en la consulta para
hablarme de su hijo y pedirme que le actualizara las recetas que mi predecesor
en el hospital le venía haciendo desde hacía años. Santiago iba a ingresar en
prisión por un robo cometido hacía tiempo y estaba desesperado porque, por
otras veces, sabía que en la cárcel no le iban a administrar su “maravilloso”
Tranxilium 50 mg. Tras cumplir 8 meses salió del “talego” en Noviembre y desde
entonces ha cometido unas cuantas fechorías y por supuesto realiza consumos de
todo tipo de drogas que combina con los tranxilium y trankimazines que consigue
del médico de cabecera o del mercado negro. Por fin se presentó en la consulta
hace 1 mes, vino acompañado de sus padres y su aspecto era bastante peculiar,
llamaba la atención su larga melena negra recién lavada y lo maqueado de su
atuendo, se notaba que su madre lo había preparado para ir al médico, pero este
pulcro aspecto no podía esconder su falta de cuidado crónico que era evidente
por las numerosas mellas de su dentadura, el amarillo de los dedos a causa de
la nicotina y otros detalles que ahora no merece la pena mencionar. Nada más
entrar en el despacho dejó claro a lo que venía, a que le recetara su
tranxilium 50. Le indiqué que prefería antes conocer su situación actual y sus
antecedentes médico-psiquiátricos, que me hablara de su biografía personal, de
su familia, etc. Con un discurso bastante empobrecido y a veces atropellado me
fue facilitando la información requerida y me pude hacer una imagen mental
apropiada de todo. Enseguida me pidió de nuevo con urgencia su receta.
Durante
unos segundos me quedé mirando a sus padres que hasta ese momento habían
permanecido callados, casi ausentes. Su madre, Dolores, esbozó una sonrisa
nerviosa que transmitía al mismo tiempo desesperación, impotencia y sobre todo
dolor. Sin yo preguntarle me contó que Santiago es el quinto de ocho hijos, uno
de los cuales, Pedro, también estuvo enganchado a las drogas hasta que hace 4
años falleció en los calabozos de la Guardia Civil y añadió: “No sé si se
suicidó o lo suicidaron”. Unos instantes después tomó la palabra el padre que
se presentó como José y me dijo: “ Mire usted, con mi hijo no pierda el tiempo
porque es un cabrón que no tiene solución, no hace caso de nada de lo que le
decimos y algún día le pasará lo mismo que a su hermano”. En este punto le
interrumpí y me giré hacia Santiago que a pesar de sus maneras de psicopatón
tenía mucho respeto o más bien miedo a su padre, hizo una mueca de incredulidad por lo que había escuchado y
a continuación dijo: “Ve usted, doctor, así son mis viejos, mi padre sólo sabe
meterse conmigo pero no cuenta que él se emborracha casi todos los días…”.
Aquí
de nuevo interrumpí y dirigiéndome a los tres, hice un comentario respecto al
estilo de comunicación que estaban utilizando en la consulta y que seguramente
en su casa sería siempre bastante más subido de tono al no estar presente un
“moderador”. Creo que captaron el mensaje porque a partir de ese momento no
volví a escuchar ni una sola descalificación en tono hiriente. Llegado este
momento me planteé varias opciones para continuar la entrevista y opté por la
más osada, que fue sacar de mi maletín un relato que días atrás había escrito
mi hija, que tituló “Vida de un drogadicto”, que tenía como protagonista a
Víctor un toxicómano de veintitrés años y que a mí me había impresionado mucho.
No voy a desvelar el contenido del escrito, sólo diré que tiene un final
trágico y que en su desarrollo guarda muchas similitudes con la biografía de
Santiago. La idea era que Santiago leyera el texto, pero al comprobar su bajo
nivel de instrucción para la lectura, le pregunté si prefería que lo leyera yo
y él asintió aliviado.
Mientras iba leyendo, de vez en cuando
levantaba la mirada del texto para comprobar la reacción que iba provocando en
Santiago y sus padres. Cuando terminé de leer, la expresión de Dolores era un
poema, se puso a llorar con una mezcla de dolor, emoción y alivio a la vez,
José estaba emocionado y soltó un “es lo que yo le digo de mi Santiago”. Por
fin dirigí la mirada a Santiago, que, al fin y al cabo, es el protagonista de
esta historia y uno de mis retos profesionales en este momento, estaba como
aplastando con su espalda el respaldo de la silla y su cara transmitía perplejidad, estaba “knock
out” como un boxeador después de recibir una soberana paliza.
Les di tiempo para recomponerse y dirigiéndome
a los tres les dije: “Entre todos no vamos a permitir que a Santiago le pase
como al protagonista de la historia, pero esto es una guerra muy larga en la
que se puede perder alguna batalla”. Creo que me entendieron muy bien y
Santiago se puso en pié y extendiéndome la mano me dijo: “Doctor, le prometo
que no vuelvo a probar ni la heroína ni la farlopa, a mí no me va a pasar como
al Víctor ese, y por cierto, dé un beso a su hija de mi parte”.
Soy consciente de que el problema de
Santiago no va a tener una solución fácil y lo más seguro es que tenga muchas
recaídas en el consumo de drogas pero estoy convencido de que la entrevista
mantenida va a suponer un antes y un después en su familia. Les dediqué una
hora y cuarto, y los pacientes que venían después tuvieron que ser muy
pacientes, pero ninguno protestó.
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